Milenio - Laberinto

El resto de los restos

- DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

Si un hombre pesa setenta kilos a la hora de morir, es probable que su cadáver cremado apenas sobrepase los dos kilos. Dado que la materia no se crea ni se destruye, convertir esos restos en un diamante nos daría precisamen­te una gema de dos kilos, lo cual triplicarí­a el peso del diamante más grande del mundo.

Por supuesto la cosa no es así. La cremación está diseñada para deshacerse en poco tiempo de aquello que natura tarda años en consumir: se evapora el agua, se quema la grasa, el cabello y toda la materia orgánica. Todo esto flota en el aire y contamina el ambiente con dióxido de carbono de modo parecido al escape de un automóvil mal afinado. Para cuando se apaga el crematorio, ya mandamos sesentaioc­ho kilos al aire y nos quedamos solo con dos. Estos residuos que se entregan a los parientes en una urna están principalm­ente compuestos de fosfatos, calcio, sulfatos, potasio y otros minerales.

Pero tales elementos no sirven para hacer diamantes. El diamante se hace con carbón o, mejor dicho, el diamante es carbón. Y ni el más grande alquimista podría eludir esta verdad tan notoria.

Así las cosas, se puede enviar la urna con los restos de un difunto a cualquiera de varias empresas que se dedican a “convertirl­os en diamantes”. Los técnicos de la tal empresa emplearán algunos procesos térmicos, químicos, de precipitac­ión y de filtrado para encontrar el poquísimo carbón que pudo quedarse por ahí, que quizá pertenecía al muerto o quizá fuera remanente de algún combustibl­e que se empleó para la cremación o quizá venga de la pastilla de carbón activado que tomó justo antes de expirar. Vaya uno a saber. Pero si el carbono residual es muy poco, la empresa transforma­dora no tendrá problema en agregar alguna cantidad de carbón de mezquite. A fin de cuentas, ¿cómo alguien va a saber distinguir entre el elemento genérico C de la tabla periódica y el que cargaba el difunto a la hora de morir?

Lo curioso es que a la empresa se le entregan dos kilos de restos y apenas regresa un diamante de, digamos, dos quilates. ¿Dónde está el resto de los restos? Aunque se hayan mezclado con otros reactivos, se podrían regresar a la urna y colocar de vuelta en el nicho de donde los extrajeron, sea en casa, en un cementerio o en una rotonda de gente ilustre. Así estarían contentos quienes quieren el anillo y contentos quienes claman por los minerales residuales, aunque ni uno ni otro sea el muerto, ni mucho menos el vivo.

Pero presiento que sustraer apenas unos miligramos de carbón y devolver el grueso de las reliquias mataría el simbolismo del diamante. Por eso las cenizas han de acabar en un basurero, en el drenaje o convertida­s en cloruros. Sea como sea, de los setenta kilos del muerto, acabamos con cuatrocien­tos miligramos en la montura del anillo, o sea, seis millonésim­as de lo que fue el hombre en vida. Si guardáramo­s una uña del muerto tenemos más muerto que en un diamante.

Comoquiera no encuentro nada de escandalos­o en la diamantiza­ción de muertos, pero tampoco hallo nada artístico. Hay empresas que fabrican esos anillos por millares, con precios que comienzan alrededor de los mil dólares. Son piezas vulgares y comerciale­s.

Tan vulgares y comerciale­s como suele ser el arte contemporá­neo.

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