MEMORIAL INSULAR
He leído casi en su totalidad la obra publicada de Roger Vilar (Holguín, Cuba, 1968) y en las páginas de Una
oscura pasión por mamá (De Otro Tipo, México, 2016) elige un movimiento de zigzag que oscila entre ficción y memoria, a la manera de una pantalla para monitorear la actividad cerebral, para llegar a una autoexploración que adopta la forma de un aterrizaje amniótico y onírico en una geografía deforme, que a ratos adopta la forma de la isla de Cuba. Vilar, que vivió hasta su adolescencia en ese país y llegó a México para buscarse un destino, vuelve a los años de formación no solo del escritor sino de la persona en su más íntimo “yo”, y se encuentra con una madre proveedora y terrible, erótica y descarnada, ventajosa y libre de complejos. Cuba no suelta a sus hijos (que sus escritores en el exilio confirmen la regla) y los mantiene cerca de ella, como una figura venerable y aterradora.
Esta manera de reconstruir un fragmento de memoria por parte de Vilar se instala como una forma posible e inesperada, al menos por lo que hace a las letras hispanoamericanas, pues la metaforización de la madre esencial se instala en un terreno arquetípico para arrojar significados a la inmediatez y el desaliento por un pasado y presente de privaciones y miseria. No hay manera de leer a Cuba sin el recuerdo de la intentona revolucionaria y Vilar, al ser testigo y víctima de uno de los grandes despropósitos del siglo XX, ofrece un testimonio en clave que admite una lectura de clase de historia para evitar que nadie tenga a su alcance el poder suficiente para hincar a una nación entera.
No es infrecuente que Vilar narre al extremo de las emociones, de la cordura, de la forma aséptica que impide un sobresalto en el lector. La suya es una forma que ya es posible identificar como “vilareana”, en la cual hay movimientos trepidatorios en la página y lo que es, que parece tan claro a la vista, lo seguirá siendo solo en tanto el lector pueda olvidarse de la lectura estandarizada y apacible, aquella que se utiliza en los homenajes oficiales, en donde se carameliza la voz (si es poesía) o se engrosa (si es ensayo) y debe hablarse a rastras para evitar sobresaltos. Sus libros no pueden atravesarse con las pantuflas puestas, la pipa encendida y una bata de paño escocés. Son objetos briosos, a la manera de caballos en espera del disparo que les abrirá la línea de pista o motocicletas por iniciar la competencia en el circuito. Volúmenes tensos, de espesor y densidad, de brillo negro. Así lo hizo en Agustina y los gatos (2014) y, con venerable maestría, en Habitantes de la noche (2014). Y así lo hará en el futuro.
Vilar se ajusta como pocos a la definición del escritor latinoamericano. Tiene el doble filo insular y continental y conoce el desgarro del exilio, la ceremonia infeliz de hacer maletas por la fuerza… A la par, la posibilidad del reinicio y el hallazgo de nuevas amistades, de manos generosas que hacen lo posible para instalar a un individuo que lo ha perdido todo excepto la ficción y la memoria, en la proporción de mezcla que corresponda según la circunstancia. Este libro de Vilar alcanza el punto más alto de su proyecto narrativo, nutrido de símbolos, artefactos lumínicos, experiencia vital, años de sobrevivencia. Presenciamos cómo un escritor se sobrepone a la adversidad (real, política, financiera; no cantada desde un café parisino) y genera un libro que es tributo y mirada al pasado reciente de un país que busca su rostro. El resto no es literatura sino escribirla con los restos.