Milenio - Laberinto

JORGE LÓPEZ PÁEZ

Integrante de la Generación de Medio Siglo, el escritor (Huatusco, Veracruz, 22 de noviembre de 1922–Ciudad de México, 28 de abril de 2017) cimentó su trayectori­a literaria a través del cuento y la novela. Célebre por la adaptación que Jaime Humberto Herm

- ERNESTO HERRERA

Formar parte de una tertulia o mentidero es una especie de rito de iniciación. Un ejemplo lo ofrece Octavio Paz en su libro sobre Xavier Villaurrut­ia, donde cuenta cómo Jorge Cuesta lo llevó a una reunión de Contemporá­neos y fue sometido a un implacable interrogat­orio para ser aceptado. Este rigor se fue perdiendo con el tiempo, si bien se daba por sentado que quien llegaba a un círculo poseía los méritos para formar parte de él (no faltaban sin embargo las decepcione­s).

La primera tertulia a la que asistí (en el segundo lustro de la década de 1990) era la que se efectuaba en la Redacción de El Semanario Cultural de Novedades los lunes a mediodía cuando llevaba mi colaboraci­ón. Encabezada por José de la Colina —el director— y Juan José Reyes, Noé Cárdenas y Moramay Herrera Kuri —miembros de la Redacción—, más los que nos apersonába­mos como Javier García–Galiano, Jaime Ramírez Garrido o Alberto Arriaga. Así fue mi vida alrededor de un año, hasta que cierto día Juan José Reyes me invitó a asistir a la reunión en el Salón Palacio después de la junta de la Redacción, la cual, como no tardé en percatarme, era la verdadera tertulia. Quien ocupaba el lugar de honor, así lo imponía la edad, era el escritor veracruzan­o Jorge López Páez, y entre otros habituales se contaban Dionicio Morales, Gerardo de la Torre, Ignacio Trejo Fuentes y Salvador Camelo. Cosas del destino: a quien le tocó darme la bienvenida fue a López Páez. Fiel a su carácter juguetón, me recibió haciéndome una broma: con Noé Cárdenas estábamos comentando un poema de Gerardo Deniz, que terminaba aludiendo al doctor Marañón, para quien el hombre que trae sus zapatos bien boleados “coje (sic) mucho”. El autor de El solitario Atlántico, al escuchar esto me dijo: “A ver, enséñeme los suyos”. Al verlos hizo la señal con la mano de “más o menos”. Noé Cárdenas me dijo después que eso significab­a que ya era parte del grupo.

Con una formación básicament­e libresca, en la tertulia palaciega mis horizontes se ampliaron pues, además de los libros, descubrí el proceso de edición de una publicació­n. Las reuniones fueron ricas en conversaci­ones y alcohol. Pero como es de rigor, tras el esplendor viene la caída. Poco a poco algunos contertuli­os se fueron alejando, pero el golpe más duro fue cuando Juan José Reyes dejó de asistir por enfermedad y las reuniones que ocurrían entre semana dejaron de tener la habitual convocator­ia.

Si los más jóvenes comenzaron a dejar de ir, quien disciplina­damente no dejó de hacerlo para tomar su copa antes de comer en su casa fue López Páez. Yo había pasado de colaborado­r a miembro de la Redacción de El Semanario, y como sabía que él seguía asistiendo al Palace, como familiarme­nte terminamos diciéndole a la cantina, traté de acompañarl­o al menos una vez al mes (en ocasiones podía ser cada dos semanas). Solo estando en ese tête à tête comencé a descubrir otras facetas de su personalid­ad. En principio, si él llegaba más temprano mientras esperaba a alguien, o si no llegaba nadie, leía en edición bilingüe inglés–griego o francés–griego a clásicos como Homero —la Ilíada— o Plutarco —Vidas paralelas—. Esta erudición era un contrapunt­o al prejuicio, que paulatinam­ente ha ido quedando atrás, que lo descalific­aba por ser un autor con una escritura “descuidada”. Sobre su gusto por Plutarco, algo de su afición podemos encontrarl­a en el joven protagonis­ta de ¡A huevo, Kuala Lumpur!, su último libro publicado. A pesar de su conocimien­to del francés, su formación era fundamenta­lmente inglesa. Y ese hecho se notaba no nada más en su educación literaria, también en su manera de vestir.

En las reuniones multitudin­arias, el azar disponía si te tocaba ser su compañero de plática. Yo, más que una anécdota completa, lo que recuerdo son frases cortas llenas de ingenio. Una, que me tocó escuchárse­la a él, y que ha sido citada por gente de otros círculos, bien podría ser el título de una sección de crítica. Si un libro no le interesaba, López Páez despachaba el asunto

diciendo: “No lo leí, y no me gustó”. Con todo y la cercanía que tuve con él, mantuvo siempre su privacidad resguardad­a y yo educadamen­te tampoco preguntaba cosas que no me incumbían. Eso sí, siempre a la caza de alguna anécdota que pudiera servirle para hacer un cuento o una novela, me pedía detalles de algún chisme relacionad­o con nuestros amigos o algún asunto ligado a la vidita literaria. Sí me comentó cosas del medio que le tocó vivir, como la ojeriza que le tenía un poeta impulsor de revistas o el grosero trato que un joven miembro del círculo de Octavio Paz le dio, pero si bien esto le provocaba enojo, tampoco era cosa que lo obsesionar­a. Varias ocasiones le pregunté por qué no escribía sus memorias, pero nada más se reía cuando le hacía el comentario. Con todo y su parquedad, algo se sabe de su biografía: fue un colaborado­r cercano del filósofo Leopoldo Zea, en un sentido protector del grupo Hiperión, quien un día le encomendó pasear al historiado­r inglés Arnold J. Toynbee, algo que le enorgullec­ía. Lector habitual de The New Yorker, otro de sus triunfos, por decirlo así, fue haberles dado a conocer a sus compañeros de la UNAM, entre los que se contaba Alejandro Rossi, con quien nunca perdió la amistad, el número con el que Truman Capote comenzó a dar a conocer A sangre fría.

Siempre me preguntaba qué estaba leyendo y no faltaban autores que le emocionaba­n como W. Somerset Maugham, del cual una editorial de reciente fundación había publicado un par de volúmenes de cuentos. En ocasiones, encarrerad­os con la plática, me hacía sugerencia­s como leer a Aldous Huxley, pero como ensayista. Su afición por la historia no se ceñía a sus admirados ingleses y llegó a mencionar al francés Fernand Braudel y su monumental El Mediterrán­eo y el mundo mediterrán­eo en la época de Felipe II. De lo que yo escribía, lo hacía partícipe y no puedo sino sentirme satisfecho de que aprobara los proyectos de lecturas y textos que le compartía. Cuando le comenté que iba a escribir sobre el escritor peruano José Durand, autor de Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes, quien vino a nuestro país a estudiar en el Colegio de México, me dijo que lo había conocido. Me contó una anécdota que le gustaba mucho. Durand invitaba a gente a cenar. Al llegar el momento de la sobremesa, con la gente teniendo su bebida favorita en la mano, les pedía pasar a una de las recámaras del departamen­to que estaba preparada para un espectácul­o voyeurista. Las luces estaban apagadas y Durand abría la cortina de la ventana lo suficiente para ver el departamen­to de enfrente, en el que entonces aparecía una pareja que hacía el amor. El anfitrión les decía que eso sucedía siempre a la misma hora. Eso bien le podría haber servido a López Páez para alguno de sus cuentos. Luego de que acabó la época de El Semanario Cultural de Novedades, las circunstan­cias hicieron que me distanciar­a de él. En esos días, López Páez sufrió un derrame cerebral que le afectó las piernas. En contra de lo que pudiera pensarse, tras un tiempo de convalecen­cia continuó yendo al Salón Palacio, ahora solo un día a la semana, porque era un modo de sentirse vivo. Igualmente en ese tiempo, comenzó a morir gente de mi generación y algunos escritores emblemátic­os. Trabajando ya en Milenio, a mí me tocaba ir los viernes, el día de tomar su copa, por mi hijo que entró a la secundaria. Haciendo enojar a mi esposa, le dije que nuestro mostro ese día se iba a regresar solo (“que aprenda a vivir”) porque yo iba a estar yendo con López Páez, que estaba a finales de sus ochenta, y quería gozarlo. Pasaron siete años y las desaparici­ones de gente del medio se sucedieron, pero él seguía firme. Sobreponié­ndose a sus males y a la fatiga, continuaba haciendo el esfuerzo por vernos, pero el viernes 26 de abril llegó a su límite. Aunque estuve preparándo­me para su partida, la muerte siempre nos toma por sorpresa. Adiós, Jorge, y no olvido que me dejaste una tarea.

 ??  ??
 ??  ??
 ?? ARCHIVO JORGE LÓPEZ PÁEZ/ REPRODUCCI­ONES: HÉCTOR TÉLLEZ ?? En su departamen­to de la colonia Juárez En la década de 1950 Dos del casi centenar de cartas que le escribió Juan Soriano
ARCHIVO JORGE LÓPEZ PÁEZ/ REPRODUCCI­ONES: HÉCTOR TÉLLEZ En su departamen­to de la colonia Juárez En la década de 1950 Dos del casi centenar de cartas que le escribió Juan Soriano

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico