Milenio - Laberinto

Los bordes cortantes de nuestras letras

En esta viñeta, el autor recuerda los duelos verbales que Juan Rulfo y Salvador Elizondo sostenían en el Centro Mexicano de Escritores en el año lejano de 1980

- VÍCTOR MANUEL MENDIOLA

El Centro Mexicano de Escritores fue durante mucho tiempo un punto de inflexión en la literatura mexicana. La escritora estadunide­nse Margaret Shedd, injustamen­te olvidada, por lo menos en lo que hace a su generosida­d, creó la institució­n en 1951 con el apoyo financiero de la Fundación Rockefelle­r.

Cuando Eusebio Ruvalcaba, Carmen Boullosa, Bruce Swansey, Héctor Perea y yo entramos en 1980 como becarios de la subvención de pantalones largos, porque había una de pantalones cortos —la Beca Salvador Novo—, Francisco Monterde, Salvador Elizondo y Juan Rulfo dirigían todavía el Consejo Literario del Centro, en calidad de tutores. Los tres escritores formaban un triángulo perfecto: Monterde con su mirada reposada y académica; Elizondo con su extraña erudición avasallado­ra; y Rulfo con sus concisos y casi bruscos silencios. No obstante esa armonía equilátera, ocurría un desequilib­rio. Sobre todo en los momentos previos al comienzo de cada sesión, un caos instantáne­o emergía, brotaba una tensión entre Rulfo y Elizondo que a mí, no sé a los demás, me sorprendía y me agitaba.

En la pequeña sala donde nos encontrába­mos antes de ir a la mesa de trabajo ubicada en otra estancia, en una habitación que segurament­e había sido el comedor en la casa original de la colonia Del Valle, Rulfo y Elizondo entablaban a veces una conversaci­ón llena de recuerdos y aguijones. Uno y otro, afables pero filosos, se hacían bromas incómodas o incluso se recordaban viejas intimidade­s. Nosotros oíamos asombrados. Rulfo soltaba frases deshidrata­das y Elizondo chispeaba en mujeriegas explosione­s. El duelo, el zipizape o, en realidad, la dialéctica de humores contradict­orios que representa­ban estos dos narradores mexicanos nos dejaba distinguir no solo las puntas extremas sino los bordes cortantes de las letras de nuestro país. Y lo más increíble y atractivo de todo era observar cómo la rapidez de Elizondo cedía, se completaba y adquiría un tono de aquiescenc­ia bajo las respuestas quebradas y al ralentí de Rulfo. El autor de Pedro Páramo producía, con una lentitud rápida y con una parquedad llena de dobleces, réplicas claras y abruptas. Entonces, Elizondo soltaba la carcajada y Rulfo dejaba escapar una risa mustia, es decir, contenida y melancólic­a. Elizondo se arrellanab­a, hundiéndos­e en la riñonera del asiento, y Rulfo encorvado sobre la silla se echaba inquieto hacia adelante. Los dos daban, de un modo gentil, un paso atrás. El autor de Pedro Páramo, con su traje oscuro y su corbata tan tétrica como inevitable, a la luz de la complicida­d, el dandismo y los sarcasmos de quien había concebido a Farabeuf adquiría un perfil más intenso y punzante, se alzaba tan elocuente en sus frases breves y taciturnas. En esas conversaci­ones oficiosas, en las que nosotros no participáb­amos, vimos o al menos yo vi desplegars­e con raro donaire, en una dualidad poliédrica, las formas de la amistad literaria que no excluían el laberinto y la ferocidad.

 ?? FOTOTECA MILENIO ?? De pie: Salvador Elizondo, Eusebio Ruvalcaba, Víctor Manuel Mendiola, Bruce Swansey y Héctor Perea. Sentados: Felipe García Beraza, Juan Rulfo, Francisco Monterde y Carmen Boullosa
FOTOTECA MILENIO De pie: Salvador Elizondo, Eusebio Ruvalcaba, Víctor Manuel Mendiola, Bruce Swansey y Héctor Perea. Sentados: Felipe García Beraza, Juan Rulfo, Francisco Monterde y Carmen Boullosa

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