Milenio - Laberinto

El Señor de la Prosa

- DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com ALONSO CUETO

El arte de la novela no está en lo que ocurre, sino en lo que se dice, en lo que se calla y en el cómo se dice. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, tiene mucho que ver con aquél “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…”, o bien con el conocido “Una mañana, tras un sueño intranquil­o, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. Son estilos muy distintos, pero visiones similares, pues en los tres casos comenzamos la narración y ya estamos ahí, somos parte de algo sin que nos hagan falta preámbulos ni antecedent­es ni detalles sobrantes. Una sola frase y el mundo ya se abrió, la imaginació­n ya se dejó seducir, la belleza entró a casa. Novelistas embaucador­es, al estilo de Philip Roth, dedicarían seis páginas para hablar de hospitales y detallar la enfermedad que llevaba a la muerte a la madre del personaje como único recurso para compromete­rnos emocionalm­ente con la historia. ¿Pero qué hace Rulfo? Ni siquiera nos da nombres, no nos sitúa, no describe. Parece que habla de menos. Parece tacaño en palabras. Parece, incluso, primitivo en la escritura. Y sin embargo nos habla al oído. “Vine a Comala”. No negocia con el lector; lo seduce. Y aunque todavía no sabemos ni el nombre de quien nos habla, decidimos ir también allá, a buscar a su padre; a fin de cuentas, yo también soy hijo de Pédro Páramo. Vamos porque Pedro Páramo no es una novela que cuenta, es una que nos habla. Que nos habla en voz alta, porque la prosa de Rulfo tiene sonido. “El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos. Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían”. Ah, la hermosura de la sencillez. Del susurro. De la caricia. Porque para hablar, Rulfo no precisa de retruécano­s, paréntesis o complejas subordinad­as. Él no es un informador. Bendito sea el Señor de la Prosa. Pues para alabarlo no hace falta llamarle poeta. Rulfo no es un poeta. Es el mejor prosista que ha dado el español. “Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabier­ta, y las sábanas siendo recorridas por manos inconscien­tes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo que comenzó a retorcerse en convulsion­es”. Otra vez, el que sepa leer en voz alta, que alce la voz: “la boca humedecida… y las sábanas siendo recorridas…”. En un mal taller literario dirán que el “siendo” sale sobrando y le da a la frase una pasividad no deseada, pero haga la prueba, lea usted la frase quitando el “siendo” y verá cómo se descompone la armonía. Mucho hay de significad­o en esta novela pero, por sobre todo, Pedro Páramo es una novela bella. Es la más bella. Y la belleza hay que amarla. Hay que emborracha­rse con ella. Hay que celebrarla. Asumirla como cosa sagrada. Y, en este caso, compartirl­a con propios y extraños.

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