Kristhyan Benítez: reconciliaciones e infinito
Presentamos este retrato de Miniatures, álbum en el que el pianista venezolano ensaya piezas breves
AKristhyan Benítez hay que imaginarlo desde Scriabin. Desde las visiones y el enigma. Desde el éxtasis y la poesía. Miniatures (2017), álbum que grabó en vivo, avanza íntimo y sombrío, delicado y hermético, como si el sonido proviniera de un piano rodeado de velas en una capilla triangular construida bajo tierra.
Tres obras de Scriabin —Feuillet d’Album de sus “3 piezas”, el cuarto de sus “5 preludios” y el primero de sus “2 poemas”— son la introducción concreta, pero Scriabin invade el resto de la música a través de sus ideas: plegaria y rito, sensualidad y delirio. Desde el voluptuoso misticismo de Scriabin, el piano invade, por ejemplo, a Anatoly Lyadov (Preludio de “3 piezas”) y un formal, casi estricto, lenguaje de tierna intención romántica que pronto entra en conflicto con sus fantasías más privadas: ahí donde siempre ha sido una interminable extensión plana de nieve tan blanca comienzan a brotar flores verdes, amarillas y moradas. La contemplación se convierte en nacimientos.
Kristhyan Benítez ofreció su primer concierto a los cuatro años en el Teatro Teresa Carreño de Caracas. Su maestra Olga López le había enseñado a ver notas a través de colores, a construir imágenes que surgen de sonidos. Efímeras imágenes de cromatismos inesperados; figuras mentales tejidas entre las líneas del pentagrama. Estamos, por lo tanto, ante un radical pianista imaginativo.
A Benítez hay que imaginarlo desde Scriabin, pero también desde Satie. Y Satie, aunque no aporta pieza, cubre Miniatures de nudismo acuático y oníricas osadías. Poco a poco, la dinámica interpretativa se convierte en un complejo juego de adicción surrealista, como un perpetuo sueño que sin haber terminado se convierte en otro sueño.
Desde Scriabin y dormido en Satie, Benítez piensa en Manuel M. Ponce. El apasionado Intermezzo mexicano —que en los dedos incorrectos luce complaciente y académico— suena profundo y solitario, difuso y anhelante, de una intimidad que confunde por lejana, como si el amante ya no estuviera ahí y su dolorosa confesión desesperada nos llegara a través de todas las cosas que han quedado huérfanas en la habitación vacía: calcetines, escritorio, libros y almohadas.
Durante su paso por el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela —de donde pasó a Nueva York (Manhattan School of Music) y a París (École Normale de Musique)— Kristhyan Benítez descubrió a Schumann, y quien descubre a Schumann abre un resquicio de su alma hacia la demencia. Si, como Benítez, ese alguien es de naturaleza sanguínea y etérea, la hendidura en su alma es mucho más grande y la presencia de Schumann cubre sus nervios con la fascinación terrible y obsesiva de los vicios.
Desde Scriabin y dormido en Satie con un Schumann delirante atormentando los sonidos en cada uno de sus sueños, Benítez visita a Juan Carlos Núñez (1947) y el Retrato solemnísimo —que recuerda a Aldemaro Romero, el compositor más atrevido en la historia de Venezuela— abandona su grave sentido evocativo para imaginar, sin abandonar nunca un melodismo decimonónico, la incertidumbre de un músico sin idioma ideal, rodeado por interminables maneras de articular sonidos, que en su afán por construir lenguajes privados va y viene frenéticamente entre mundos sonoros —de la electroacústica al jazz, de la atonalidad al folclor popular—, ávido de reconciliaciones e infinito.
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