Crímenes sin castigo
Leo algunas crónicas sobre el encuentro de Peña Nieto con unos cuantos gobernadores tras el asesinato del periodista Javier Valdez, fundador de Ríodoce en Culiacán. La reunión fue en el salón Adolfo López Mateos de la residencia oficial de Los Pinos. En el acto, que duró treinta minutos, se presentaron tres estrategias para salvaguardar a los periodistas: 1) fortalecer estructura y presupuesto del mecanismo de protección en el que ya se resguarda a 168 periodistas y 342 defensores de derechos humanos, además de asignar recursos como prometió el Comité para la Protección de Periodistas el 4 de mayo; 2) crear un esquema de coordinación con los estados y un protocolo de operación para enfrentar situaciones de riesgo, a cargo del mismo mecanismo de protección federal; 3) fortalecer a la Fiscalía Especial con más personal y mejor capacitación a ministerios públicos, policías y peritos. Mecanismos de contacto y diálogo para impulsar confianza y colaboración. Revisión de investigaciones en proceso y combate a la impunidad; coordinación y apoyo para que los estados puedan crear sus fiscalías especializadas.
Si cada estrategia describiera a un personaje de ficción, veríamos con pena que las tres no son solo creaturas jorobadas sino tullidas, sordas, ciegas y mentalmente deficientes, por no decir que cada una de esas quimeras está condenada al fracaso, la inutilidad y la impostura. Las iniciativas que se ensalzaron en los Pinos son baratijas verbales igual de huecas y falaces como las promesas de cualquier campaña. Para evidencia, estas figuras retóricas que, por cierto, son líneas permanentes en los discursos electoreros: 1) fortalecer estructura y presupuesto, asignar recursos; 2) crear un esquema y un protocolo de operación; 3) fortalecer a la Fiscalía; más personal y mejor capacitación a ministerios públicos, policías y peritos; impulsar confianza y colaboración; revisión de investigaciones; combate a la impunidad; coordinación y apoyo…
En México no solo los periodistas, también los ciudadanos, vivimos día con día en situación de alto, altísimo riesgo. La crisis en materia de derechos humanos ya alcanzó un grado superlativo; la impunidad es regla, igual que la corrupción, por lo que causa extrañeza que la ONU aún no haya emitido una alerta roja para este país en el que las desapariciones, los levantones, la tortura, el feminicidio, las ejecuciones extralegales, el uso faccioso de la ley y el homicidio, por mencionar solo algunas de las aberraciones cotidianas, son crímenes sin castigo.
¿Por qué asesinan periodistas y nunca se captura a los sicarios? ¿Por qué no se previenen los atentados y tampoco se arresta a los capos que urden los ataques si se cuenta con un aparato de Inteligencia bien aceitado, tan aceitado que es ultra eficaz cuando se aplica con fines políticos? ¿Por qué solo se protege a algunos periodistas y se desatiende a otros, los incómodos, los que hurgan en el drenaje donde se mezclan los légamos delincuenciales con los lodos oficiales, los fangos policiacos o castrenses y el barro judicial?
La mezcla del narco, la política y el dinero componen un poder inflamable y explosivo. Un periodista riguroso no le sirve a ese tipo de poder, sea en Tamaulipas o en Sinaloa, en Guerrero o en Veracruz o en Morelos o en la Ciudad de México o en fin, en cualquier rincón del mapa nacional.
Una de las crónicas de ese encuentro de Peña Nieto con unos cuantos gobernadores tras el homicidio de Javier Valdez, cuenta que algunos reporteros reclamaron justicia a gritos y que al salir, fueron fotografiados por el Estado Mayor Presidencial. La anécdota explica, por sí sola, lo que en México representan los periodistas (ciudadanos al fin y al cabo), la libertad de expresión e información y el derecho de exigir justicia.