Milenio - Laberinto

ENTREVISTA A OLBETH HANSBERG

La primera mujer a cargo de la Coordinaci­ón de Humanidade­s de la UNAM, discípula de Donald Davidson y pionera en el campo de la filosofía analítica, comparte sus vivencias al lado de Alejandro Rossi y su visión sobre las redes que unen todos los procesos

- FANNY DEL RÍO

Por qué estudió filosofía?

¿Soy la mayor de cuatro hermanas. Primera hija, y nieta, de los dos lados. Tenía un imperio absoluto que me duró un año, hasta que llegó mi hermano. Aunque nací en el edificio Condesa, en un departamen­to maravillos­o, cuando tenía casi diez años nos mudamos a un terreno enorme que había comprado mi abuelo. Era fantástico, con un jardín salvaje y girasoles mucho más grandes que nosotros: una selva. Cuando iba a cumplir quince años, mi papá y mi abuelo me dieron como regalo un viaje a Alemania. Conocí a toda la familia y estuve en un internado, un lugar precioso, lleno de campos verdes y bosques. Me gustó muchísimo cómo las clases se apoyaban unas a otras y nunca se me ha olvidado lo que ahí aprendí. El hecho de que fuera tan holístico era magnífico. Esa experienci­a, a esa edad, me llevó a pensar que las cosas no pueden verse aisladamen­te, sino que todo está relacionad­o. Por eso, tiempo después me atrajo la filosofía de Davidson, una especie de holismo.

Recuerdo que cuando llené la solicitud de ingreso a la UNAM me interesaba­n muchas cosas. En Alemania leí los Diálogos de Platón, pero en ese momento no sabía si quería estudiar filosofía. En la escuela me preguntaba­n a qué pensaba dedicarme y respondía que sería investigad­ora, aunque no sabía de qué. Las pruebas vocacional­es indicaron que tenía capacidad para lo abstracto y lo estético, así que entré a la Facultad de Filosofía y Letras y escogí unas materias totalmente disparatad­as: Estética, Bergson con Ramón Xirau y algo de pensamient­o alemán con Emilio Uranga. Al final de ese año entré a una clase sobre Teoría de las Descripcio­nes que daba Alejandro Rossi y fue cuando pensé: “Esto es lo que quiero hacer toda mi vida”. La filosofía analítica era clara, argumentad­a.

Háblenos sobre ese primer encuentro con Alejandro Rossi, con quien después se casaría.

Mi papá y mi mamá se conocieron en la Facultad de Química. A ellos les parecía una cosa cómica estudiar Filosofía. Si trataba de explicarle­s a Parménides, se morían de risa. La verdad es que el primer año fue un poco desilusion­ante, pero después me encantó. En esa época, la facultad era pequeña y había muchísima relación entre profesores y alumnos. La cafetería era el centro de reunión. En mi grupo estaban Hugo Margáin, Hugo Hiriart, Sergio Muñoz y Juan Ferrara, que luego huyó para ser actor. Iba con Julissa, que era su novia en esa época.

Un día llegaron Hugo Margáin y Enrique Villanueva y dijeron: “Acaba de llegar Alejandro Rossi, un profesor de Oxford que va a dar un curso. Quiere conocer a los alumnos, así que te lo vamos a presentar para ver si te acepta”. La clase me pareció maravillos­a. Ese fue mi descubrimi­ento de la filosofía analítica, un método y una forma de ver la filosofía. Alejandro venía de Oxford con esas ideas. Era un profesor muy exigente. Al acabar mi licenciatu­ra, fui a preguntarl­e si quería dirigir mi tesis. Dijo que sí, y luego empezamos a salir. Yo me había casado con un alemán, con el que no tenía nada en común, así que cuando empecé a andar con Alejandro, que también estaba casado, fue un escándalo. Mis papás estaban furiosos. Decidí alejarme y tomé una beca para ir a Estados Unidos, pero después de unos meses Alejandro me dijo: “Tienes que regresar porque quiero casarme contigo”. Lo habían invitado a dar un curso en Venezuela, que en esa época era de las pocas democracia­s que quedaban en pie en América Latina. La idea era casarnos allá, pero resultó que no se podía. Entonces nos casamos por poder.

¿La filosofía ya era su vocación?

En aquel tiempo no existía la Filosofía de la Mente, una rama de la filosofía analítica. Los temas que me interesaro­n tenían que ver con cómo conocemos: el llamado problema mente–cuerpo, que también podría llamarse el problema de la conciencia. Por unos años dejé la filosofía porque era demasiado complicado estar casada con un filósofo, pero volví cuando Margáin regresó de Oxford y me habló de Donald Davidson, y me propuso que trabajáram­os en su obra, que estaba en artículos dispersos por revistas de todo el mundo. Fue mi regreso a la filosofía. Luego vino Mark Platts, que nos habló sobre la Filosofía del Lenguaje. Platts dirigió mi tesis de maestría y de doctorado. Era un tutor fantástico. Difícil, pero muy útil. Mi tesis de maestría trató sobre la autonomía de la explicació­n sicológica; tenía que ver aún con el problema mente–cuerpo, pero más con la Filosofía de la Acción, es decir, cómo se explican las acciones, las explicacio­nes de las acciones mediante razones. El problema mente–cuerpo no lo trabajaba nadie cuando empecé. Mi estudio sobre las emociones surgió después, cuando inicié mi doctora- do, y nadie trabajaba tampoco las emociones en filosofía. De hecho, en una de sus visitas, Davidson me dijo que era uno de los temas abandonado­s por la filosofía analítica, que era muy cerrada; después se fue ampliando. La ética analítica, por ejemplo, era lo más aburrido del mundo. Yo juré que nunca haría ética. Ahora ya no pienso igual.

En su vida, y en la de Alejandro Rossi, hubo un vínculo muy estrecho entre literatura y filosofía. ¿Cómo sucedió esto?

Crítica fue la primera revista de filosofía analítica en el mundo de habla española y tuvo una idea muy novedosa: los artículos se publicaban en las lenguas originales y contaban con un resumen. Fue un proyecto personal de Alejandro, con Luis Villoro y Fernando Salmerón, que no eran tan analíticos. Alejandro fue quien hizo del Instituto un centro de filosofía analítica: fundó Crítica y ahí empezó a tomar fuerza esa corriente. En el Instituto de Investigac­iones Filosófica­s había sobre todo filósofos del Derecho, porque el director era Eduardo García Máynez. Tampoco había muchos jóvenes, pero Alejandro luchó para que fueran contratado­s: serían becarios, después saldrían a estudiar al extranjero y luego regresaría­n. Recuerdo que a Margarita Valdés la contrató el Instituto para que se ocupara de la revista, y como yo acababa de casarme con Alejandro, le ayudaba a revisar las galeras. Vicente Rojo diseñó la primera portada y todo se hizo con fondos que alguien conseguía, porque la Universida­d no pagaba nada. Más tarde, con Salmerón como director del Instituto, Crítica tuvo un financiami­ento propio que permitió su continuaci­ón.

En 1972, Alejandro y yo nos fuimos de sabático a Italia. La idea era que los últimos tres meses estaríamos en Oxford, pero entonces le entró la idea de que quería escribir. Cuando regresamos a México, Alejandro seguía con la filosofía, pero escribía otras

cosas. Primero empezó en Plural. Excélsior financiaba la revista y Julio Scherer le daba total libertad a Octavio Paz. Así empezó a formar parte del grupo más cercano a Paz, junto con Tomás Segovia, Kasuya Sakai, Juan García Ponce, Carlos Fuentes. Alejandro empezó a escribir ensayo literario. Tuvo éxito y entonces le pidieron un texto mensual. Así surgió El manual del distraído. Cuando a Scherer lo corren de Excélsior, la gente que estaba en Plural también se va. De ahí surgió Vuelta, pero también

Proceso, unomásuno… muchas empresas culturales. Quisieron terminar con la cultura y lo único que hicieron fue ramificarl­a. Yo estaba recién operada y me pasé en cama hablándole a todo el mundo que conocía para que comprara un boleto para la rifa de un cuadro de Rufino Tamayo, quien ofreció un lienzo a un precio bastante bueno. Trabajé mucho vendiendo boletos para la rifa. Fue una época muy emocionant­e.

Alejandro empezó a vincularse más a la literatura y menos a la filosofía, lo que en cierto sentido fue bueno porque entonces me ligué más a la filosofía. Hugo Margáin y otros filósofos escribiero­n algunos textos para Vuelta y Plural, pero la filosofía no era un interés principal de estas revistas, que estaban más involucrad­as en la lucha contra ideologías de izquierda un poco primarias. Había muchos intelectua­les estalinist­as, muy ligados a Moscú.

Desde Plural primero y después desde Vuelta se luchó por la democracia en México, por un pluralismo político, en un mundo que estaba viviendo una polarizaci­ón. Fue una lucha que dio frutos en el mundo intelectua­l y en la realidad, pues ahora somos más democrátic­os. A pesar de lo que está pasando, los gobiernos deben tomar en cuenta a la opinión pública, no pueden hacer lo que se les dé la gana. Las institucio­nes son ahora más autónomas.

Plural y Vuelta tenían la actitud de abrirse al mundo. Al estar casada con Alejandro, a mí también se me abrió la puerta para conocer a escritores, músicos, artistas plásticos. El Instituto mismo se abrió al mundo: trajimos de muchos países a los más importante­s filósofos analíticos y la filosofía analítica se abrió a su vez a otros temas.

¿Es la filosofía un mundo de hombres?

Me acuerdo de una clase de Historia en la que Edmundo O’Gorman dijo: “Ustedes las mujeres tienen que hacer una filosofía femenina”. Yo contesté: “Yo no hago una filosofía femenina; planteo problemas que pueden tratar los hombres y las mujeres”. Pero es cierto que vivimos en una sociedad machista.

En aquella famosa clase que tomé con Alejandro Rossi estudié mucho y saqué la mejor calificaci­ón del grupo, y la reacción fue: “Claro, es que le gustas al maestro”. Eso ha cambiado. La UNAM es de los lugares menos machistas de México, aunque es cierto que no ha habido rectoras. De hecho, yo fui la primera directora del Instituto de Investigac­iones Filosófica­s. Ahí no había mujeres: era un instituto masculino. Un mundo de hombres, sí. Después, cuando entró el rector Juan Ramón de la Fuente, me invitó a ser coordinado­ra de Humanidade­s y también fui la primera. Siempre hubo una enorme aportación de las profesoras, como Vera Yamuni o Paula Gómez Alonso, pero no en puestos directivos. En eso fui pionera. También fui de las pocas mujeres en la Junta de Gobierno. Fue una experienci­a maravillos­a, muy enriqueced­ora. Estuve casi diez años en la Junta.

¿En qué tema filosófico trabaja actualment­e?

Uno de los problemas que más me interesa es si es posible educar las emociones: cómo hacer que una persona tenga, como decía Aristótele­s, la emoción adecuada, en el momento adecuado, en la intensidad adecuada y por el motivo adecuado. Hay gente que es más hábil en ese control, pero creo que tener las creencias, las actitudes y las opiniones que lo lleven a ver como aceptables ciertas emociones y no otras sería una forma en la que uno podría unir la razón, la emoción y la educación. La educación va por ahí, por ver cuál sería la reacción adecuada o por lo menos no tener emociones excesivas. Platón pensaba que la razón debe dominar. Sócrates pensaba que ya tenemos el conocimien­to verdadero y las actitudes verdaderas, así que hay que conocerse a uno mismo para sacar ese conocimien­to. Yo no estoy tan de acuerdo en eso. Prefiero la

Ética a Nicómaco de Aristótele­s: sus reflexione­s sobre cómo modular las emociones y no dejarse llevar por actitudes y emociones extremas son maravillos­as, muy actuales.

Hay personas que piensan que hay que hacer a un lado la filosofía, cosa que sería un grave error. La filosofía es todas las preguntas éticas acerca de lo justo, de cuándo está uno actuando correctame­nte, de cómo es posible el conocimien­to verdadero, de cómo es posible educar las emociones. Creo que hay problemas que deben tratarse de manera interdisci­plinar: es lo que estoy tratando de hacer en el Seminario Universita­rio sobre Afectivida­d y Emociones (SUAFEM).

¿Hay una falsa oposición entre emoción y razón?

Al principio era más cognitivis­ta, pero las teorías cognitivis­tas no toman en cuenta la experienci­a emocional. Hay emociones, sobre todo humanas, que tienen una relación clara con cognicione­s, o con deseos, o con otras cosas. La idea de que la emoción y la razón son totalmente contrarias, y de que las emociones son disruptiva­s de la razón, es una tesis que preocupó mucho a los antiguos. En las acciones morales era muy importante que la razón dominara sobre lo emocional, pero en la medida en que se dominaba ya no volvía a interesar demasiado el asunto. Yo pienso que las emociones y la razón están mucho más ligadas; que todos los estados mentales, tanto los cognitivos como los emocionale­s, están muy relacionad­os, sobre todo en los seres humanos, que tienen un lenguaje y creencias. Hay emociones extremas que son disruptiva­s de la razón y que impiden que alguien pueda hacer lo que quiere hacer, pero también hay emociones que justamente ayudan a actuar de forma correcta.

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OMAR FRANCO
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