Violeta de Lerma
Este es el relato de una mascota embelesada con el piano, y cuyo nombre, en honor a la heroína de Verdi, marcó su extático destino
Mario Cisneros y Leticia Zepeda, una joven pareja sin hijos (él 30, 29 ella) que vive en un departamento en Peña Pobre, adoptaron en septiembre de 2014 una perrita de tres meses abandonada en un terreno baldío en Río Lerma. La subieron a la mesa del comedor y ensayaron libremente con posibles nombres. Decidieron bautizarla Violeta, como la extraviada heroína de Verdi, a causa de sus agudos y continuos, sinuosos y coloridos ladridos.
Cierta noche, cuando tenía año y medio, Violeta sintió una repentina curiosidad por un objeto de la casa que siempre había ignorado: el piano. Un piano vertical, blanco, pegado contra la pared del fondo de la sala. Esa noche estaba abierta la tapa. Violeta subió las patas para poder olisquear las teclas. La paralizó el sonido. Quedó inmóvil y tensa, como si la hubiera atravesado un recuerdo muy antiguo. Levantó la pata izquierda de las teclas y volvió a apoyarla con determinada suavidad. Apretó dos teclas blancas (do y re graves) y luego, con la pata derecha, dos más agudas: una negra (fa sostenido) y una blanca (sol). Y permaneció así, con las patas sobre las teclas, sintiendo las vibraciones del sonido en su cuerpo, buscando su rastro, intentando lamerlas del aire… y luego regresó a su cama —la enorme maleta de viaje que se había convertido en su cama— con sensaciones contradictorias. El sonido le había transmitido calma, una profunda y alegre calma, pero la invisibilidad del sonido —la certeza de energías que no pueden ser vistas, olidas o lamidas— la dejó inquieta.
Mario y Leticia habían contemplado con asombro el primer acercamiento de su perra con el piano a través de una cámara nocturna que revisaron al día siguiente, alertados por la difusa sensación de haber escuchado el piano de madrugada, y decidieron dejar, noche tras noche, las teclas abiertas. Y Violeta cada madrugada, entre las 2 y las 3.30, cuando la quietud de la calle era absoluta y todos dormían, caminaba lentamente hacia el piano y subía las patas delanteras a las teclas con movimientos suaves y precisos; primero apoyaba la izquierda y luego la derecha. Ése se convirtió en su orden invariable: primero sonidos graves y luego agudos. A veces apretaba las teclas en dos ocasiones y a veces en cuatro. Si algún sonido le producía curiosidad especial, tal vez volvía a apretar, pero nunca lo hacía más de seis veces. Su interpretación pianística era breve y suave; su contacto con las teclas resultaba de una delicadeza exquisita. Y tras el sonido permanecía inmóvil sobre las teclas, entregada a las vibraciones.
Durante el día, el piano para Violeta no tenía importancia. Pasaba a su lado sin inmutarse, como si se tratara de una silla. Una madrugada en que Leticia salió del cuarto por un vaso de agua y vio a Violeta sobre el piano, la perra se bajó rápidamente molesta y se echó en su cama con la cola entre las patas. El sonido para Violeta resultaba sagrado y experimentarlo era un ritual nocturno y solitario, que debía realizarse en silencio, sin testigos… Era una relación directa entre su cuerpo y el mundo invisible de la música.
El 15 de marzo de 2017 Mario se estacionó afuera de la casa con la ventana abierta para esperar a Leticia. Escuchaba una sonata para violín y piano de Fauré a todo volumen. Violeta —que tenía dos años y medio— reconoció el piano. Se paralizó un instante. Y luego aprovechó que en ese momento Leticia abría la puerta de entrada para correr hacia la calle en busca del piano. Chocó con la llanta de un coche que no alcanzó a frenar a tiempo. Violeta se incorporó y corrió cojeando de vuelta hacia la casa. Se metió bajo el piano y al poco tiempo murió en silencio con la cabeza apoyada sobre los pedales.