Milenio - Laberinto

BLANCO ACTIVO

- Hablas poco del mar. Hablemos de la relación “caligrafía-escritura”. Hay un doblez en el escribir–pintar. ¿La caligrafía como arte induce la meditación? Siempre te describen con papel y lápiz en la mano. *Del libro (en proceso de reedición), Prólogo y est

Aventuro que quizá por esto la conversaci­ón avanza y se enriquece en su fluir; en ello, el propio lenguaje se aclara y se muda. El poema se esconde, surge, emerge, es parte de la energía que se recoge cuando el alma sale del cuerpo. ¿Cómo llega uno a pensar en eso? ¿O le damos un uso a lo que somos? La energía cuando se muestra, nos educa, hay un aprendizaj­e elemental: no hay palabra plena. Suelo pensar con frecuencia en eso, y trato de mostrar el proceso que implica sostenerse en el filo: la insuficien­cia congénita del lenguaje.

Resulta, pues, más lo que no se puede explicar. Entonces ¿para qué se escribe?, ¿hacia dónde, qué es lo que reverbera detrás de todo esto? Empecé escribiend­o narrativa y no sé en qué momento brinqué hacia la poesía. Al principio escribía poesía narrativa, ¿o una narración poética?, pero hay bastante trabajo crítico que documenta que lo que escribo es poesía. El mar no está presente en mi infancia, y como era un niño pobre, jamás a alguien se le ocurrió llevarme. Cuando fui por primera vez ya era grandecito, 15 o 16 años, y no me causó gran impresión. En ese momento mi interés primordial se centraba en mi compromiso con la literatura. Las piedras se relacionan con ella de manera íntima. Hay varias versiones sobre lo que significan para mí hasta culminar en el poema “La piedra de las piedras”. Hay que considerar que Mérida era un pedregal, los caminos eran pedregosos, las piedras no tenían un color definido porque eran calizas, y el sol tenía una presencia contundent­e, al punto de calentarla­s y pulverizar­las, piedras opacas cercanas a la cal blanca, y ahora escribo versos que andan tras el blanco. El lápiz no es un arma ni es un instrument­o, insisto, lo valioso es su contenido, en la dureza del grafito se concentra el mundo. La madera sirve de estuche y el negro porta consigo la escritura en potencia. Eso significó muchas cosas en mi vida. De niño llevaba un lápiz puntiagudo en la bolsa de la camisa, ¿para qué?, siempre estaba a la espera, creía que algo iba a acontecer dentro de mí y que tendría que escribirlo.

Desde los diez años lo sabía, era cuando trabajaba en una cordelería a pleno sol, le daba vueltas a una manivela para producir energía destinada a tejer el henequén. Estaba quemado por el sol y pelagroso. Eso causaba extrañeza entre las personas con las que trabajaba; y el lápiz, cierto temor porque lo veían como un arma.

Mi madre iba a cobrar mi trabajo el fin de semana, y le pidieron que me llamara la atención porque andaba con un arma afilada en la bolsita de la camisa; y me llamó: “Ay mi’jo pórtate bien, cómo es que llevas algo afilado contigo con lo cual puedas causar daño”. Sus palabras produjeron en mí un sentimient­o de orgullo porque confirmé que el lápiz era un arma que habría de sacarme de ahí, y pensé: “Un día voy a escribir”.

Como he contado, mi madre me entregó a una familia de campesinos. Mi tutor era un poco más culto al punto que también cortaba el pelo. Nunca permitió que anduviera perdiendo el tiempo como muchos niños de la calle. Me tenía puesta una mesita en la parte de atrás del taller con papel y lápiz para que copiara las letras de algunos libros y aprendiera a dibujarlas. Eran letras Palmer, bien trazadas, con sus curvitas, como se escribía antes.

El lápiz era un símbolo de algo que me sería útil para ser alguien en la vida. Además, no era como la pluma de tinta que pedían en la escuela y con la que se te manchaba la ropa y las manos. El lápiz era limpio y me evitaba los castigos severísimo­s a los que estaba sujeto cuando me ensuciaba. Dos reflexione­s sobre esto que cuento: la preocupaci­ón por la limpieza y lo innecesari­o de los castigos. A esta edad ciertas cosas que me han perseguido ya no pesan, aunque me quede el hábito.

El mito del lápiz me encanta, incluso colaboré en un libro convocado por José Luis Cuevas; caso extrañísim­o porque no lo conocía de ninguna otra ocasión. Obedeció tal invitación porque pocos lo celebran tanto como yo.

Supongo que hay una especie de destino. De niño me ponían a copiar las letras, lo cual quiere decir que eso me conduciría a alguna cosa; curioso es que quien me lo ordenaba era una persona que no escribía nada; si acaso, leía despacito el periódico. Tiene gracia eso, lo cierto es que me dio lo que él no tuvo y mi tez blanca me permitió hacer amigos entre la gente rica. Recuerdo que siendo ya de edad uno me increpó despectiva­mente: “Tú, ¿de qué hablas? Si ni siquiera sabes comer”. Me sorprendió, era verdad, no sabía tomar los cubiertos y hacía ruidos al deglutir. En la vida eso no tiene tanta importanci­a porque es algo que se aprende sin gran dificultad. Te lo comento porque quiero enfatizar el hecho de que la vida es un constante aprendizaj­e y la curiosidad por aprender me llevó incluso a alterar el lenguaje porque no me satisfacía­n ciertas palabras y quería hacerlas distintas. Continúo en el empeño y trato de domesticar­lo para que diga más. Trato de domar a la palabra, de corregirla aunque ello altere ciertas leyes. Diría no blancura sino blanquitud. Lograr mayor distancia, mayor horizonte, mayor vislumbre.

LPoesía completa,

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Durante la presentaci­ón de Piedras de adivino, el 4 de abril de 2017, en la Casa del Poeta

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