La infancia consabida
La infancia tardía es un terreno que ofrece cada vez menos sorpresas a medida que vamos dejándola atrás. Se vuelve, digamos, casi una y la misma para todos: una etapa de descubrimientos, de tránsito hacia responsabilidades ignotas, de encuentro con el deseo sexual y la amistad. Solo varían los escenarios y las circunstancias históricas. Se comprende entonces por qué tantos escritores han trastabillado en su intento por recrearla.
David Miklos es el caso más reciente. Hecha de fragmentos de un presente que se mueve entre la pérdida de la madre y la quietud del matrimonio, y de visitas a un pasado que suponemos transcurrir en Argentina, La pampa imposible interpela al niño, en trance de dejar de serlo, que es el mismo narrador, obligado a refrescar su memoria después de conocer la noticia de un accidente de aviación.
Oscilamos en el tiempo sin transiciones obvias sino a través de frases que pueden traslapar el antes y el después con eficaz suavidad. Eso está muy bien, igual que el estilo de intensidades poéticas gracias al cual Miklos alcanza concentración y profundidad con un solo impulso. El problema está en otra parte: en la materia recordada.
Ahí está el consabido verano cuando la familia fue expulsada del paraíso y llegó a su fin la edad de la inocencia. Ahí está la consabida niña ensimismada por quien el protagonista guarda un amor silencioso. Ahí está el consabido grupo de amigos cuyos juegos terminan convertidos en afrentas que no sanan. Ahí está la consabida e inaugural conciencia de la muerte. Y ahí están los padres, ordenadamente bohemios y enamorados y sin embargo en la antesala de la ruptura definitiva. ¿No suena todo esto demasiado conocido aunque aparezca cubierto por una capa de distancia reflexiva? ¿No suena incluso a producto cinematográfico?
La pregunta por lo que somos conduce siempre a un capítulo de nuestro pasado. De modo que interrogamos a los sobrevivientes y testigos o forzamos nuestra memoria. El narrador de La pampa imposible elige el segundo camino con la voluntad de un arqueólogo. Busca en sí mismo lo que las cosas y sus semejantes callan o esconden. Por desgracia, es víctima de la nostalgia y la nostalgia, es sabido, empaña la vista: aquella infancia tardía aparece a nuestros ojos como una explosión de tolerable armonía, sin auténticas devastaciones, sin derrotas, sin latigazos, por más que consigne algunos reveses, que no pasan de ser meros raspones.
Ah, si David Miklos hubiera tenido un poco de agria malicia…