Milenio - Laberinto

El Ogro ofendido

- IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGa­scon

El pensamient­o políticame­nte correcto suele maldecir y condenar a los gobiernos totalitari­os, a los regímenes comunistas del pasado y a los rojos populismos del presente, a partir del despótico maltrato que ejercieron (o ejercen) sobre sus vasallos, sus críticos y disidentes, y las tres prácticas aberrantes, irrenuncia­bles, de esos sistemas opresores: vigilancia, censura y represión. Se suele abominar las criminales dictaduras de Stalin, de Trujillo, de Franco, de Pinochet o de Videla, y se aplauden gobiernos corruptos, delictivos e igual de despóticos que, digamos, el régimen de Castro, de Chávez o Maduro, solo que los otros gobiernos corruptos, delictivos y despóticos navegan con bandera de democracia­s defectuosa­s (pero “democracia­s” al fin), o de Estados fallidos en vías de recomposic­ión.

Como J. M. Coetzee recordó en su magistral Contra la censura, las tres linduras del totalitari­smo (espionaje, censura, represalia) son fenómenos que surgen de la explosiva intransige­ncia del Estado cuando se siente ofendido: “El gesto punitivo de censurar tiene su origen en la reacción de ofenderse. La fortaleza de estar ofendido, como estado mental, radica en no dudar de sí mismo; su debilidad radica en no poder permitirse dudar de sí mismo”.

Ah, la ofensa. Ya desde la Ilustració­n, Voltaire estaba al tanto del peligro de ofender al poderoso, y recomendab­a que lo mejor para un escritor era vivir cerca de una frontera internacio­nal para ponerse a salvo en caso necesario. (Y sí. Lo hizo. Voltaire se exilió por siete años en Inglaterra, cuando ofendió al Chevalier de Rohan).

Señalar los abusos; denunciar los despojos al amparo del fuero o la jerarquía institucio­nal; criticar la corrupción, la ilegalidad, la impunidad, la complicida­d incluso de aquellos que gozan de cualquier tipo de poder, sea burocrátic­o, jurídico, policiaco o militar, puede desencaden­ar la ira del Ogro ofendido y ser objeto de una vigilancia extrema, claro, si se vive bajo un gobierno corrupto, despótico y delictivo.

Y es que el espionaje de Estado es una infamia antigua. Por ejemplo, en la Rusia zarista comenzó con Alejandro I, quien creó una policía secreta para informar sobre las actividade­s de los opositores, censurar al teatro y la literatura, intercepta­r el correo o supervisar la emisión de pasaportes, y se institucio­nalizó con Nicolás I que en 1830 creó la Tercera Sección de la Cancillerí­a Imperial, cuyas actividade­s, entre otras cosas, se enfocaban en rendir un pormenoriz­ado informe de todo lo que sucedía.

El espionaje de Estado es una indecencia de índole rudimentar­ia o sofisticad­a. Hoy se espía con malware y ya no con orejas, a veces cercanas, familiares, basta recordar el triste caso de Osip Mandelstam: en 1933 compuso un poema sobre un tirano que presenciab­a la ejecución de sus opositores, mientras atacaba un buen plato de frambuesas. Mandelstam nunca escribió el poema, todo era de memoria pero, sorpresiva­mente, en 1934 la policía estalinist­a irrumpió en su casa en busca del texto. Como castigo, aunque sin pruebas, Mandelstam fue enviado a Siberia, con la orden de escribir una Oda a favor de Stalin.

El espionaje de Estado es una vileza aunque intente edulcorars­e con sentido del humor. Cuenta Salman Rushdie: “En el Congreso del PEN Club de Nueva York, Danilo Kiš, escritor brillante e ingenioso, había defendido la idea de que el Estado podía tener imaginació­n. ‘De hecho —dijo—, el Estado también tiene sentido del humor, y les pondré un ejemplo de un chiste del Estado’. Vivía en París, y un día recibió una carta de un amigo yugoslavo. Cuando la abrió encontró un sello oficial en la primera hoja. Rezaba: ESTA CARTA NO HA SIDO CENSURADA” (Joseph Anton. Memorias).

Con todo, el espionaje de Estado me sigue pareciendo diabólico e inmoral.

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