Policías filósofos
Desde sus orígenes, la novela del crimen ha oscilado entre el policía o el detective que resuelve un misterio gracias al poder de sus razonamientos (Wilkie Collins, Arthur Conan Doyle, Agatha Christie) y aquel otro investigador cuyas pesquisas, a pesar de acudir no solo a la tecnología de su lógica sino también a sofisticadas herramientas de la evidencia científica, parecen diluirse en un oscuro entorno de corrupción, decadencia y conflicto social (Dashiell Hammett, James Ellroy, Henning Mankel).
En ese tránsito entre la casa señorial donde, gracias a un interrogatorio a los sospechosos alrededor de la chimenea encendida, se revela que el mayordomo es el asesino, y los bajos fondos de la ciudad irredenta y delincuencial, el comandante Emiliano Conejero, el protagonista de Pinches jipis (Malpaso, España, 2016) de Jordi Soler, se sitúa en las turbiedades de una megalópolis donde campean la impunidad y la más acabada ineptitud policial. La misma contraportada advierte ya al lector de que el libro que tiene en sus manos constituye un internamiento en la novela negra para parodiar el género y rendirle homenaje. Algo de esto es cierto. Por momentos, la novela emula el tono de farsa y sarcasmo que emplea, por ejemplo, Jorge Ibargüengoitia al describir a sus representantes de la ley. Otras veces se decanta más por la condescendencia cómplice con que Bernardo Fernández Bef sabe caricaturizar a sus buenos y a sus malos.
Conejero, no podría ser de otra forma, es un mando medio de la policía, alcohólico, cocainómano por temporadas, divorciado de Zoraida y responsable de maleducar a su hijo Macabeo. Tiene una despampanante amante, si se permite la cacofonía, con quien cena en lujosos establecimientos cuando no está yendo a identificar cadáveres. Usa gabardina y sombrero, y se acomoda el revólver entre el cinturón y el ombligo, aunque sea difícil imaginar a alguien sentado así para tomar los cubiertos en un restaurante. A cada rato saca su “nalguera” (petaca) para echarse al garguero un lingotazo de whisky. Pese a ser en esencia un troglodita, cultiva la superstición musical de llevar casetes (sobre todo de pop y de rock) en la guantera de su Galaxy, que extrae a ciegas como augurio de la suerte que le deparará ese día. También le gusta llevar gafas oscuras, tan modernas que en ocasiones lo confunden con Lady Gaga, Thalía o Chavela Vargas. En este punto hay que subrayar que Soler se esfuerza por sembrar bombas de comicidad a lo largo del texto, un rasgo apuntalado por la elección de los nombres no solo de su hijo y esposa, sino de sus subalternos: la Vacota, el Tapir, el Escamol, el Jabalí o el Espectro. Conejero está al frente de la Dirección de Investigaciones Especiales, reconstituida luego de ser disuelta a causa de una de sus constantes recaídas etílicas. En determinado pasaje, la novela parece definir su propia poética: “imaginar un relato, una estructura narrativa alrededor de un asesinato, que al final terminaba convirtiéndose en línea de investigación”. Para ello será fundamental la intervención del Espectro, quizá el mejor personaje, un estudiante de filosofía metido a investigador, primero, y empleado después —por su flacura— en un súper como vigilante oculto en una columna de espejos. Conejero, tras un lío de faldas que los distancia, lo recupera para su equipo.
Tal vez lo más discutible de Pinches jipis sea, precisamente, lo que Conejero y el Espectro tienen que dilucidar: una serie de crímenes ligados a Tito Britto, un influyente comunicador de la radio, y a su esposa, una piadosa dama de Polanco, vinculada a los Legionarios de Cristo, que acaba descubriendo una infidelidad de Britto y que manda matar a la amante. A Conejero, desde luego, le corre prisa. Siguen apareciendo cuerpos estrangulados con una media azul, los ojos retacados en la boca luego de ser extraídos inverosímilmente con una cucharilla. Entretanto, Britto despotrica contra la negligencia del alcalde (sic) del DF, del secretario de Gobernación y del presidente de la República. No obstante la impresión de gratuidad que transmite buena parte de la trama, Soler consigue dar un giro interesante al desenlace. Pero es como si no jugara una partida de ajedrez en serio, sino que se contentara con desarrollar para el gran público una estrategia diseñada con antelación. Una novela, en suma, que no esconde su abierta intencionalidad comercial, bien redactada, amena y difícilmente perdurable.