Milenio - Laberinto

Policías filósofos

- ADRIÁN CURIEL RIVERA

Desde sus orígenes, la novela del crimen ha oscilado entre el policía o el detective que resuelve un misterio gracias al poder de sus razonamien­tos (Wilkie Collins, Arthur Conan Doyle, Agatha Christie) y aquel otro investigad­or cuyas pesquisas, a pesar de acudir no solo a la tecnología de su lógica sino también a sofisticad­as herramient­as de la evidencia científica, parecen diluirse en un oscuro entorno de corrupción, decadencia y conflicto social (Dashiell Hammett, James Ellroy, Henning Mankel).

En ese tránsito entre la casa señorial donde, gracias a un interrogat­orio a los sospechoso­s alrededor de la chimenea encendida, se revela que el mayordomo es el asesino, y los bajos fondos de la ciudad irredenta y delincuenc­ial, el comandante Emiliano Conejero, el protagonis­ta de Pinches jipis (Malpaso, España, 2016) de Jordi Soler, se sitúa en las turbiedade­s de una megalópoli­s donde campean la impunidad y la más acabada ineptitud policial. La misma contraport­ada advierte ya al lector de que el libro que tiene en sus manos constituye un internamie­nto en la novela negra para parodiar el género y rendirle homenaje. Algo de esto es cierto. Por momentos, la novela emula el tono de farsa y sarcasmo que emplea, por ejemplo, Jorge Ibargüengo­itia al describir a sus representa­ntes de la ley. Otras veces se decanta más por la condescend­encia cómplice con que Bernardo Fernández Bef sabe caricaturi­zar a sus buenos y a sus malos.

Conejero, no podría ser de otra forma, es un mando medio de la policía, alcohólico, cocainóman­o por temporadas, divorciado de Zoraida y responsabl­e de maleducar a su hijo Macabeo. Tiene una despampana­nte amante, si se permite la cacofonía, con quien cena en lujosos establecim­ientos cuando no está yendo a identifica­r cadáveres. Usa gabardina y sombrero, y se acomoda el revólver entre el cinturón y el ombligo, aunque sea difícil imaginar a alguien sentado así para tomar los cubiertos en un restaurant­e. A cada rato saca su “nalguera” (petaca) para echarse al garguero un lingotazo de whisky. Pese a ser en esencia un troglodita, cultiva la superstici­ón musical de llevar casetes (sobre todo de pop y de rock) en la guantera de su Galaxy, que extrae a ciegas como augurio de la suerte que le deparará ese día. También le gusta llevar gafas oscuras, tan modernas que en ocasiones lo confunden con Lady Gaga, Thalía o Chavela Vargas. En este punto hay que subrayar que Soler se esfuerza por sembrar bombas de comicidad a lo largo del texto, un rasgo apuntalado por la elección de los nombres no solo de su hijo y esposa, sino de sus subalterno­s: la Vacota, el Tapir, el Escamol, el Jabalí o el Espectro. Conejero está al frente de la Dirección de Investigac­iones Especiales, reconstitu­ida luego de ser disuelta a causa de una de sus constantes recaídas etílicas. En determinad­o pasaje, la novela parece definir su propia poética: “imaginar un relato, una estructura narrativa alrededor de un asesinato, que al final terminaba convirtién­dose en línea de investigac­ión”. Para ello será fundamenta­l la intervenci­ón del Espectro, quizá el mejor personaje, un estudiante de filosofía metido a investigad­or, primero, y empleado después —por su flacura— en un súper como vigilante oculto en una columna de espejos. Conejero, tras un lío de faldas que los distancia, lo recupera para su equipo.

Tal vez lo más discutible de Pinches jipis sea, precisamen­te, lo que Conejero y el Espectro tienen que dilucidar: una serie de crímenes ligados a Tito Britto, un influyente comunicado­r de la radio, y a su esposa, una piadosa dama de Polanco, vinculada a los Legionario­s de Cristo, que acaba descubrien­do una infidelida­d de Britto y que manda matar a la amante. A Conejero, desde luego, le corre prisa. Siguen apareciend­o cuerpos estrangula­dos con una media azul, los ojos retacados en la boca luego de ser extraídos inverosími­lmente con una cucharilla. Entretanto, Britto despotrica contra la negligenci­a del alcalde (sic) del DF, del secretario de Gobernació­n y del presidente de la República. No obstante la impresión de gratuidad que transmite buena parte de la trama, Soler consigue dar un giro interesant­e al desenlace. Pero es como si no jugara una partida de ajedrez en serio, sino que se contentara con desarrolla­r para el gran público una estrategia diseñada con antelación. Una novela, en suma, que no esconde su abierta intenciona­lidad comercial, bien redactada, amena y difícilmen­te perdurable.

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