Milenio - Laberinto

El verdugo de sí mismo

- JOSÉ ANTONIO LUGO GARCÍA

Editorial Cantamares acaba de publicar la novela El caballo, de Claude Simon, Premio Nobel de Literatura 1985. La obra narra la lenta muerte de un corcel, a consecuenc­ia del oculto maltrato de su jinete, en medio de la Segunda Guerra Mundial.

Propongo tres lecturas. La primera tiene que ver con lo que llamaré “literatura de guerra”. Con ese fin, quiero contrastar tres novelas francesas y marcar pequeñas diferencia­s entre ellas. La primera es la obra El fuego, de Henri Barbusse, quien sitúa a su obra en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Recuerdo una escena. Un soldado le da a otro un huevo envuelto en un pañuelo lleno de lodo. Ese huevo es un tesoro y haberlo mantenido con vida en el fragor de la batalla debe ser toda una hazaña. Con esta escena, Barbusse afirma que, a pesar del horror, está viva la posibilida­d de mantener los valores que nos vuelven humanos. En Los bulevares periférico­s, de Patrick Modiano, la trama se dirige a averiguar quiénes fueron los culpables y a castigarlo­s por ello. El colaboraci­onista sufrirá, aunque lo haya hecho por alguna causa noble. Reina la sensación de que nadie se salva y de que todos son culpables de esa mierda. La tercera novela que quiero recordar es Nos vemos en el cielo, de Pierre Lemaitre, ubicada en la Primera Guerra Mundial, donde lo que vemos es cómo el joven herido “invade” los espacios y la conciencia burguesa de su familia. Otro enfrentami­ento, otra guerra, que tendrá sus propias víctimas.

En el caso de El caballo, la muerte del animal es una metáfora de la pérdida. Ya no queda lugar para la esperanza, como en Barbusse, ni para hacerla de verdugos, como en Modiano, ni para hablar del choque entre la realidad de la guerra y la burguesía, como en Lemaitre.

La segunda lectura es la del ojo, es decir, la de la mirada.

En Opus Nigrum, la novela renacentis­ta de Marguerite Yourcenar, Zenón, el personaje principal, observa de repente una especie de molusco que al parecer lo está viendo. Tarda tiempo en comprender que esa imagen es la de su propio ojo reflejado en un espejo. Zenón se ve viendo. La mirada está puesta sobre sí mismo porque, como afirma la Oración por la dignidad del hombre de Pico della Mirandola que sirve de epígrafe a la novela, todo está puesto sobre la mesa para que el personaje “encuentre su propia forma”. En cambio, el ojo del caballo es un reproche lastimero. Su mirada, que pierde brillo conforme la vida se le escapa, es la constataci­ón del horror, la evidencia de la destrucció­n. Pero el caballo no se ve a sí mismo, observa con infinita tristeza a sus verdugos.

La tercera lectura es la mitológica. Recordemos que los centauros son mitad hombre y mitad caballo. En la novela de Claude Simon, el personaje aparece montado en el corcel, es decir, vemos a un centauro, que se parte en dos, y la parte animal, la del caballo, muere. Ahora bien, se supone que el caballo es la parte animal y el arquero es la parte filosófica, que apunta con su flecha a las estrellas. Pero en la novela de Simon, lo que queda de humanidad parece estar en la mirada triste y sin esperanza del caballo. El hombre ha envenenado su flecha y, al igual que Hércules, termina por herir a quien le sirve, y al hacerlo, se hace a sí mismo un daño permanente.

Tres lecturas, tres miradas, que nos permiten celebrar la aparición de esta obra, inédita en español.

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