Ni agua ni pescado
Lo que muchos han dado en llamar Nuevo Periodismo —tan nuevo como las impresiones de Mark Twain sobre el Congo, los registros de Dickens sobre la pobreza en la era victoriana o las crónicas del Giro de Italia de Dino Buzzati— lleva gozando ya más de diez minutos de fama ahora que en México, y en general en América Latina, la ficción imita cada vez más a la realidad o que ha doblado la cabeza ante los hechos duros. Algunas novelas quieren ser veristas y un tipo de periodismo aspira a ser literatura.
En ese querer ser se instala Un vaquero cruza la frontera en silencio. Qué es: un libro que no termina por definir su identidad. A ratos presume un aliento narrativo y en otros un aire de denuncia, muy en el tono del activismo social. Diego Enrique Osorno comienza dibujando la biografía de una familia de Nuevo León entre la década de 1950 y 2011. Podría considerarse una familia común, que se gana la vida honestamente, a no ser porque dos de los hijos son sordomudos. Sobre uno de ellos, Gerónimo González Garza, recae precisamente el peso de la historia. Corremos así detrás de su andadura de migrante —y de paria entre quienes tienen oídos y voz— por Texas, California, Nueva York… hasta que obtiene al fin su estancia legal. Mientras tanto, leemos sobre el lenguaje de señas, sobre las primeras escuelas para sordomudos, sobre la exclusión biológica. Y eso es todo. Campea la prisa y el desperdicio. Menciono dos momentos que ilustran cómo se tiran por la borda las buenas oportunidades narrativas. La estancia de Gerónimo en una comuna jipi de sordomudos se despacha ¡en un párrafo! El mismo espacio ocupan sus andanzas en los bares de Ciudad Juárez después de padecer otra deportación.
Y es que Osorno tiene poco interés en contar, a pesar de que ha sido nombrado como uno de los máximos representantes del “nuevo periodismo narrativo”. Quiere tan solo denunciar y, de pasadita, exhibir su amistad con John Lee Anderson y Alma Guillermoprieto. De modo que tras despachar a Gerónimo González Garza emprende la tarea de preguntarse por qué el noreste mexicano no ha producido aún a sus cronistas y novelistas, por qué es mudo y sordo ante la violencia, por qué “carece de un lenguaje propio en estos tiempos de guerra”. La respuesta no llega pero hay lugar para la indignación, sin la cual se cierran las puertas de los paraísos mediáticos.
Una certeza, no menor, se obtiene de Un vaquero cruza la frontera en silencio: al “periodismo narrativo” no se llega por el camino del periodismo sino por los desfiladeros de la literatura.