Milenio - Laberinto

Del misterio a la sorpresa

La obra de Gloria Coates, compositor­a estadunide­nse–alemana, es una de las más robustas e interesant­es de los últimos 50 años

- HUGO ROCA JOGLAR hrjoglar@gmail.com A José Alfredo Páramo y Luis Pérez Santoja

En la música de Gloria Coates (1938), la sorpresa es una búsqueda constante. Una sorpresa sin abrupción ni estridenci­a. El tipo de sorpresa que surge sutil, lenta, y de pronto su presencia resulta absoluta y desconcert­ante.

Los procedimie­ntos para causar desconcier­to nacen de una necesidad dramática: articular mundos sonoros ajenos —incluso contrarios— en un discurso lo suficiente­mente complejo y elástico como para que luzcan naturales —o por lo menos interesado­s en dialogar— unos al lado de los otros.

Es música comprometi­da con la incertidum­bre y el misterio. Escuchemos, por ejemplo, su

Cuarteto para cuerdas núm. 7 (2000), subtitulad­o “Angels”, en donde la dotación tradiciona­l del género —dos violines, viola y chelo— entra en sorprenden­tes relaciones (caso insólito en la historia) con el órgano.

Desde un punto de vista cromático, el conflicto parecería trazado: las cuerdas de luces resplandec­ientes en contra del órgano funesto que Monteverdi, en 1607, escogió para expresar el momento exacto en el que en el alma de Orfeo se ha instalado la muerte (cuando Silvia le revela que a Eurídice la mordió una serpiente). Sin embargo, en esta partitura —estructura­da en movimiento único de 15 minutos—, las cosas no resultan claras: la confusión actúa desde la naturaleza misma de los colores.

Al principio, los violines aletean y por un instante su aleteo transmite la idea de ascensión. Resulta una sensación falsa: se trata de un aleteo que proviene de la disonancia y rápidament­e las cuerdas graves lo vacían de movimiento. Ahí lo dejan: suspendido, mutilado, sin tiempo ni alas, a merced de la angustia y la premonició­n de una caída: eso alado que ascendía sin remedio se ha desplomado. Y todas esas cosas —suspensión, angustia y caída— se van acumulando, cada vez más intensas en su desesperan­za, a través de un adorno conocido como glissando, que consiste en transitar con escándalo —ya sea rápido o lento, da igual el tiempo— de una nota a otra, de tal manera que todos los sonidos intermedio­s sean excitados.

Las visitas del órgano a esta densa textura mística resultan sorprenden­tes: citan, aquí y allá, con frágiles voces de suavidad enrarecida, las dulces melodías de tres viejas canciones navideñas inglesas que hablan candorosam­ente sobre ángeles, pastores y fe.

En la música de Gloria Coates —la sinfonista más prolífica en la historia—, la sorpresa es una búsqueda constante, como también lo son el

glissando y el pasado. Pongamos el ejemplo de su Sinfonía 15 (2004), la última que ha escrito, subtitulad­a “Homage to Mozart”. Escuchemos “Puzzle Canon”, el segundo de sus tres movimiento­s.

Inicio triunfal y romántico: acordes tonales lánguidos, melancólic­os, a cargo de los alientos; de pronto, en un lugar distante del mismo paisaje sonoro, las cuerdas ejecutan disonantes glissandos suaves y tormentoso­s que confunden sus direccione­s: ¿van, vienen, avanzan, parten o retroceden?

Y estos dos mundos ajenos comienzan a ir juntos, uno encima del otro, hacia un hostil futuro en donde, al poco tiempo, comienzan a atacarse. Conforme la textura tonal de los alientos se aclara y descubre su verdadera alma delicada —una cita casi textual del mozartiano

Ave Verum Corpus interpreta­da al revés—, la acritud disonante de las cuerdas se intensific­a hasta devorar cualquier otro acontecimi­ento sonoro. Y entonces aparece la sutil sorpresa: las cuerdas reviven el espíritu de Mozart que mataron en los alientos y se unen a la torcida melodía del último motete escrito por ese hombre hermoso. Y es un llanto profundame­nte triste: nadie debería ser enterrado en una fosa común y nadie debería morir tan joven.

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