Robar o no robar
Hay un argumento que se conoce como “la apuesta de Pascal”. Dado que no hay modo de demostrar la existencia o inexistencia de Dios, este filósofo francés pasó al lado práctico y planteó la utilidad de creer en Él mediante un análisis de los pros y contras de cuatro posibilidades. Si crees en Dios, y Dios no existe, entonces no hay daño: te mueres y todo se acaba. Si no crees en Dios, y Dios no existe, pasa lo mismo, salvo que en tu vida te diste mejor vida. Si Dios existe y sí crees en Él, entonces tienes un premio eterno. Si Dios existe y no crees en Él, te espera un castigo eterno. Ante esos escenarios había que apostar por la existencia de Dios. Era la opción que exigía poco pago a cambio de un gran premio y, sobre todo, a cambio de evitar un gran castigo.
Un apostador profesional sabe que un análisis matemático sobre las probabilidades de la existencia de Dios se vuelve superfluo ante la infinitud del premio o del castigo.
La apuesta de Pascal tuvo buena acogida en los púlpitos y en los consejos de las abuelas; sin embargo, es filosofía de tan bajo nivel que ni siquiera es filosofía, y peor aún, ni siquiera llega a ser teología.
Algunas personas hacen una apuesta similar con sus vidas terrenas ante la tentación de delinquir. Los cuatro escenarios son: delinques y te atrapan; delinques y no te atrapan; vives honestamente y libre; mas también existe el caso de vivir honestamente y pagar por un crimen ajeno.
Las condiciones no son absolutas como en la apuesta de Pascal; aquí hay agravantes y atenuantes. Hay tentaciones mayores, como manejar un presupuesto estatal, y menores, como bicicleta sin candado; hay mayor expectativa de impunidad, si se es parte del crimen organizado o de un partido político, que también es crimen organizado; o menor, cuando se delinque por cuenta propia. En la apuesta hay que considerar el valor subjetivo que le damos a la libertad; y el espanto que nos causa el castigo.
Más allá de cierta ética, yo me prometí que no voy a delinquir voluntariamente porque por sobre todas las cosas detesto el hacinamiento. No le tengo miedo al infierno católico, pero sí a compartir una celda con dos docenas de tipos que roncan y ventean por las noches, sin darme la posibilidad de dormir y despertar a la hora que desee y pasarme, si así es mi gusto, las noches de claro en claro leyendo un libro detrás de otro. Puestos a escoger, prefiero estar preso en el Castillo de If que en el Penal del Topo Chico. O, sin duda, elegiría las comodidades de Rudolf Hess en la prisión de Spandau.
Pero volviendo a la apuesta de Pascal para criminales, la única situación que garantiza impunidad y goce de un jugoso botín se da en el rol de primera dama. Sea a nivel federal, estatal o municipal, estas distinguidas señoras se han despachado con la cuchara grande sin autoridad que les saque un susto. De modo que el consejo de Pascal, del púlpito y de la abuela es el mismo: aprovecha, mija, roba todo lo que puedas. Y al final, las muy pérfidas se van a vivir sus lujos, mientras dejan al marido a su suerte, hacinado con delincuentes comunes, picado por moscos, obrando en infectos retretes sin papel sanitario, recostado en colchones pulguientos, comiendo lo peor de la culinaria local, bebiendo agua con bichos, y ni siquiera se acuerdan de mandarle una caja de chocolatines por su cumpleaños a ese pobre hombre que se jugó el pellejo para llenarlas de abundancia.