Milenio - Laberinto

Robar o no robar

- DAVID TOSCANA dtoscana@gmail.com

Hay un argumento que se conoce como “la apuesta de Pascal”. Dado que no hay modo de demostrar la existencia o inexistenc­ia de Dios, este filósofo francés pasó al lado práctico y planteó la utilidad de creer en Él mediante un análisis de los pros y contras de cuatro posibilida­des. Si crees en Dios, y Dios no existe, entonces no hay daño: te mueres y todo se acaba. Si no crees en Dios, y Dios no existe, pasa lo mismo, salvo que en tu vida te diste mejor vida. Si Dios existe y sí crees en Él, entonces tienes un premio eterno. Si Dios existe y no crees en Él, te espera un castigo eterno. Ante esos escenarios había que apostar por la existencia de Dios. Era la opción que exigía poco pago a cambio de un gran premio y, sobre todo, a cambio de evitar un gran castigo.

Un apostador profesiona­l sabe que un análisis matemático sobre las probabilid­ades de la existencia de Dios se vuelve superfluo ante la infinitud del premio o del castigo.

La apuesta de Pascal tuvo buena acogida en los púlpitos y en los consejos de las abuelas; sin embargo, es filosofía de tan bajo nivel que ni siquiera es filosofía, y peor aún, ni siquiera llega a ser teología.

Algunas personas hacen una apuesta similar con sus vidas terrenas ante la tentación de delinquir. Los cuatro escenarios son: delinques y te atrapan; delinques y no te atrapan; vives honestamen­te y libre; mas también existe el caso de vivir honestamen­te y pagar por un crimen ajeno.

Las condicione­s no son absolutas como en la apuesta de Pascal; aquí hay agravantes y atenuantes. Hay tentacione­s mayores, como manejar un presupuest­o estatal, y menores, como bicicleta sin candado; hay mayor expectativ­a de impunidad, si se es parte del crimen organizado o de un partido político, que también es crimen organizado; o menor, cuando se delinque por cuenta propia. En la apuesta hay que considerar el valor subjetivo que le damos a la libertad; y el espanto que nos causa el castigo.

Más allá de cierta ética, yo me prometí que no voy a delinquir voluntaria­mente porque por sobre todas las cosas detesto el hacinamien­to. No le tengo miedo al infierno católico, pero sí a compartir una celda con dos docenas de tipos que roncan y ventean por las noches, sin darme la posibilida­d de dormir y despertar a la hora que desee y pasarme, si así es mi gusto, las noches de claro en claro leyendo un libro detrás de otro. Puestos a escoger, prefiero estar preso en el Castillo de If que en el Penal del Topo Chico. O, sin duda, elegiría las comodidade­s de Rudolf Hess en la prisión de Spandau.

Pero volviendo a la apuesta de Pascal para criminales, la única situación que garantiza impunidad y goce de un jugoso botín se da en el rol de primera dama. Sea a nivel federal, estatal o municipal, estas distinguid­as señoras se han despachado con la cuchara grande sin autoridad que les saque un susto. De modo que el consejo de Pascal, del púlpito y de la abuela es el mismo: aprovecha, mija, roba todo lo que puedas. Y al final, las muy pérfidas se van a vivir sus lujos, mientras dejan al marido a su suerte, hacinado con delincuent­es comunes, picado por moscos, obrando en infectos retretes sin papel sanitario, recostado en colchones pulguiento­s, comiendo lo peor de la culinaria local, bebiendo agua con bichos, y ni siquiera se acuerdan de mandarle una caja de chocolatin­es por su cumpleaños a ese pobre hombre que se jugó el pellejo para llenarlas de abundancia.

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