Milenio - Laberinto

El ser según Jim Jarmusch

- IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGa­scon

Apropósito de su inmensa elegía urbana, William Carlos Williams escribió: “Paterson es un largo poema de cuatro partes en el que un hombre es en sí mismo una ciudad, que comienza, busca, realiza y concluye su vida de maneras que pueden ser encarnadas por los múltiples aspectos de una ciudad —si se la concibe con imaginació­n—, cualquier ciudad, cuya totalidad de detalles puede dar voz a sus más íntimas conviccion­es. La primera parte presenta el carácter fundamenta­l del lugar. La segunda parte comprende las réplicas modernas. La tercera busca un lenguaje para articularl­as y la cuarta, el río bajo las cataratas hará recordar sucesos —todo lo que un hombre puede realizar a lo largo de su vida”.

Jim Jarmusch concluye su película Paterson, con Paterson (el poeta y chofer de autobús de ese distrito de New Jersey en el que vivió y sobre el que escribió William Carlos Williams) contemplan­do las cataratas de Passaic. Paterson mira las aguas con hálito de duelo y no es para menos. La noche anterior, Marvin, su simpático bulldog inglés, trituró a dentellada­s el cuaderno donde el aparente hombre ordinario anotaba sus versos sobre, sí, curiosamen­te, lo ordinario. Pero Jarmusch no cierra el telón de su película de forma deliberada, porque William Carlos Williams también dijo de su enorme poema lo siguiente: “la ciudad que quería como mi objeto tenía que ser una que conociera hasta en sus más íntimos detalles. Nueva York era demasiado grande, un hacinamien­to excesivo de las facetas del mundo entero. Quería algo más cercano a casa, algo comprensib­le. De forma deliberada elegí a Paterson como mi realidad. Mi propio suburbio no era lo bastante distintivo ni variado para mi propósito. Existían otras posibilida­des, pero Paterson las aventajaba. […] Paterson tiene una evidente historia asociada con los orígenes de los Estados Unidos. Además de lo anterior, posee una caracterís­tica principal: las Cataratas de Passaic, que cuando comencé a pensar en ellas, se convirtier­on más y más en la carga afortunada de aquello que quería decir”.

Un hombre es en sí mismo una ciudad. ¿Hay algo más íntima y existencia­lmente urbano que un autobús y su ruta de servicio? El Paterson de Paterson me recuerda a dos viejos personajes de Jim Jarmusch que, si se suman, dan la esencia exacta de su temperamen­to: Ghost Dog, el asesino que recorre una metrópoli de Jersey hundido en sus reflexione­s de Hagakure: el camino del samurai, de Yamamoto Tsunetomo. Ghost Dog cría palomas mensajeras. La única compañía en su existencia solitaria es Raymond, el heladero haitiano que solo habla francés. Sin embargo, el idioma no impide que florezca la amistad, babélica pero fraternida­d al fin, y, para muestra, recordemos la risa compartida de Ghost Dog y Raymond al mirar la afanosa (y estúpida) labor de un latino que construye un barco en la azotea de un bloque de apartament­os. Ghost Dog, en su lento caminar, es una suburbio interior, es la ciudad.

El otro personaje es William Blake, no el poeta inglés pero sí un poeta, a su manera, de Hombre muerto. Después de asesinar a un hombre, el vaquero William Blake encuentra a un apache llamado Nadie, quien lo prepara para el último viaje espiritual. Blake no sabe que agoniza, que tal vez ya ha muerto, pero recostado en la canoa mira cómo el mundo se desplaza, se queda atrás. William Blake es liquidez interna, es un río como el que corre bajo la cascada de Passaic: “El descenso/ hecho de desesperan­zas/ y sin culminació­n/ concibe un nuevo despertar:/ el reverso/ de la desesperan­za.// Por aquello que no podemos culminar, lo/ negado al amor,/ lo que en la anticipaci­ón hemos perdido—/ un descenso sigue/ eterno e indestruct­ible”. (Paterson, Libro Dos, Parte III, William Carlos Williams.)

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