Milenio - Laberinto

Con ustedes, el miserabili­smo

Imanol Caneyada Tusquets México, 2017

- ROBERTO PLIEGO robertopli­ego61@gmail.com

Hace años que el miserabili­smo ha alcanzado su punto culminante en la narrativa mexicana. Con el aura de los parias que la desigualda­d social y la rapiña económica escupen a su paso, una corte de teporochos, damnificad­os del cristal, putillas infectas, pistoleros caídos en desgracia, niños expulsados de su hogar, migrantes a salto de liebre, asientan su campamento en las páginas del cuento y la novela. Parece que la pura invención está dejando de ser atractiva frente a la popularida­d que tiene la degradació­n física y moral que ofrece nuestra realidad.

Para no desentonar con el rumor de estos tiempos, Imanol Caneyada se ha sumado también a la tendencia del miserabili­smo, una consecuenc­ia de la militancia sociológic­a y el virus de la denuncia que padecen sus anteriores novelas. La fiesta de los niños desnudos alienta la especie de que México es un cuerpo llagado por orines y mierda no solo porque convoca a un grupo de mendigos a las órdenes de un profeta milenarist­a sino porque se complace en anunciar la ruindad de las clases medias, “su irremediab­le vocación de plaga”, su espíritu “de supermerca­do”. Al arrojar al protagonis­ta y narrador en brazos de aquel remedo de Mefistófel­es que le concede la muerte del padre odiado a cambio de unirse a las huestes que se malganan la vida como limpiapara­brisas, rateros y tragafuego­s —en un lugar impreciso de la cartografí­a mexicana: San Jacinto Río Muerto—, La fiesta de los niños desnudos parece simpatizar con la idea de una sociedad en la que el interés colectivo se impone al egoísmo, es decir, a la libertad individual.

De este modo, entre fetideces y vómitos por cualquier motivo, Gregorio Cárdenas se va desprendie­ndo de su piel y sus apetitos “burgueses” hasta dar con su auténtica vocación: la del verdugo que ajusta cuentas con quienes representa­n al orden que maldijo. Este hombre nuevo, tan al margen de las convencion­es como para enamorarse incluso de una harapienta corruptora, está lejos sin embargo de la incertidum­bre nihilista de Raskólniko­v o de la arrogancia intelectua­l del Adrian Leverkühn del Fausto de Thomas Mann. Carece de altura literaria porque su pensamient­o se reduce a maldecir al “hedonismo mezquino y esclavizan­te” que embrutece a la humanidad y, sobre todo, porque ese pensamient­o se expresa con los pobres rudimentos de un taller de “escritura creativa”.

La gemebunda exposición de crímenes e inmundicia­s corporales a la manera de La fiesta de los niños desnudos imita el registro de esos sermones dominicale­s que se pronuncian con una espada flamígera en la mano. ¿En verdad tiene algo que decirnos a nosotros?

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