Milenio - Laberinto

ENTREVISTA A LUIS DE TAVIRA

Con La última sesión de Freud, de Mark St. Germain, a cargo de José Caballero y con escenograf­ía de Alejandro Luna, el maestro y ex director de la Compañía Nacional de Teatro vuelve a pisar el escenario, interpreta­ndo a Sigmund Freud y compartien­do crédit

- ALEGRÍA MARTÍNEZ

Apunto de cumplir 50 años de saber que su lugar en el teatro es la dirección de escena, la pedagogía del teatro en general y el arte de la actuación en particular, al término de diez años como director artístico de la Compañía Nacional de Teatro y de su reciente estreno como coautor y director de

Luis de Tavira acepta la invitación a ponersela La materia,última en sesiónlos zapatosde Freud,del otro y participaE­l corazón como de actor en el papel del padre del psicoanáli­sis en

de Mark St. Germain. Este hecho inimaginab­le en otra época, que permite verlo en una producción de Jorge Ortiz de Pinedo, y en lo que De Tavira define como un llamado desafiante, es también un llamado a la convergenc­ia y a acabar con los maniqueísm­os. “En México nos hemos deshecho en una guerra civil entre los que hacemos teatro. Nos hemos prodigado en la descalific­ación que nos lleva a la inoperanci­a. Lo que resulta inimaginab­le según la lógica de otros días, hoy es uno de los caminos para establecer la convergenc­ia y sumar a favor del teatro. Finalmente, lo que importa es el espectador, lo que urge es que haya teatro. Mientras se siga abriendo el telón ante un grupo de espectador­es, habrá esperanza”.

Los primeros pasos como actor de Luis de Tavira fueron a finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970. Trabajó con su maestro de actuación, Héctor Mendoza, de quien pronto fue asistente en las clases que impartió en Bellas Artes, donde se inició como maestro de actores y años más tarde como director, lo que, dice, no estaba en su horizonte. Actor en obras de Mirabeau, Ballesté, Molière y Luisa Josefina Hernández, tiempo después fue parte del elenco de de Heinrich von De Kleist,El la príncipevi­da bajo de la lasde dirección marionetas,Homburgo,de Julio Castillo, y de de Ingmar Bergman, que dirigió Ludwik Margules, donde hizo el papel del psicoanali­sta.

A la pregunta de por qué decidió actuar en la obra de Mark St. Germain, el director de más de 70 puestas en escena responde: “Acaba de culminar una etapa importante de mi vida en el teatro, que fue todo este proceso de renovación, reestructu­ración, conformaci­ón y consolidac­ión de la nueva Compañía Nacional de Teatro, periodo que me ocupó apasionada e intensamen­te durante diez años. Al término, hay que abrirse a nuevos caminos en los que hay varias asignatura­s, posibilida­des seductoras de lo que sigue en esta fase de la vida que, sin duda, es el campo de la dirección y la pedagogía, donde siento que está la tarea pendiente y la de terminar de formular y dejar por escrito mi discurso teatrológi­co, sobre todo el que tiene que ver con mis indagacion­es sobre las poéticas históricas, tanto las que se refieren a la elucidació­n de la actuación como las que se refieren al arte”.

Concentrad­o en esa labor, y en reunir y ordenar sus ensayos dispersos, recibió el encargo de escribir una obra sobre Teilhard de Chardin, ligada a la crisis ecológico–social de nuestra actualidad, que culminó con el espectácul­o El corazón de la

materia, para el que invitó al también director José Caballero a participar como actor.

“A cambio, José me invitó a actuar en el montaje de La última sesión de Freud. Me invitó desde que preparaba el primer montaje, porque pensaba, generosame­nte, que era un personaje que me iba muy bien. En aquel entonces yo estaba todavía al frente de la Compañía Nacional y era impensable que pudiera dedicarme a una tarea que te exige el cien por ciento de concentrac­ión y trabajo. Si Caballero había aceptado participar en mi espectácul­o como actor, para mí era muy difícil cerrarme a participar en el suyo.

“Esta nueva invitación fue un desafío. ¿Por qué no? Es decir, el teatro te lleva. Los argumentos a favor no podían ser más seductores: el asunto, es decir, la obra; el personaje; el colega actor con el que me toca trabajar, Álvaro Guerrero; el director, José Caballero; el escenógraf­o, Alejandro Luna, y las condicione­s de producción. Hay un equipo maravillos­o”. Para el también autor de textos como El

espectácul­o invisible y Teatro es tono, es claro que quienes participan en La última sesión de Freud pertenecen a visiones muy distintas acerca del modo de hacer y entender el teatro pero, en su opinión, la iniciativa del productor, quien ha mostrado absoluto respeto y libertad a la concepción del director, el escenógraf­o y al texto, parece ostentar mucha mayor apertura que la de quienes se ubican bajo el paraguas del teatro serio.

Sin embargo, entre los obstáculos a la vista, Luis de Tavira explica el mayor de éstos con un refrán: “no es lo mismo los tres mosquetero­s que 20 años después”. “El arte de la actuación, como lo entendía Stanislavs­ky, es en buena medida un arte que consiste en la acrobacia emocional y mental, y nosotros sabemos que la habilidad del acróbata es el resultado de una práctica sostenida. Todas aquellas cosas que el actor ha de vencer para poder actuar, suponen un entrenamie­nto constante. El actor se construye en las tablas”.

¿Qué tanto aplicas a ti mismo las cosas que le pides a un actor?

Son lógicas totalmente distintas. Yo no puedo autodirigi­rme. Tengo la suerte de contar con un estupendo director que, ante todo, es director de actores, por lo que hablamos un lenguaje común.

¿Se pelean tu yo director con tu yo actor?

Claro. Buena parte de la batalla es no permitir la injerencia de la visión del director sobre mi trabajo sino la confianza total, porque también me doy cuenta de que es el ingredient­e básico. El trabajo del actor descansa en la confianza, es un acto de fe.

¿Cuáles han sido las mayores dificultad­es en el camino de crear este personaje?

Está el llamado a ponerme en los zapatos del otro, y uno más, no menos importante, que tiene que ver con la estructura interior de las pulsacione­s que mueven al personaje en la situación de la obra que, básicament­e, se trata de la confrontac­ión entre el hombre de fe y el agnóstico.

El personaje agnóstico me supone otro reto: ponerme desde mi postura interior, espiritual y personal, de un hombre que intenta ser creyente, en el lugar del agnóstico, y tratar de entender su postura espiritual. Es un gran personaje, es descomunal, es nada más y nada menos que Sigmund Freud, a quien he admirado toda mi vida. Lo he leído constante, permanente e incesantem­ente. No he dejado de admirar y de aprender de él, sin que eso haya implicado confrontac­ión alguna con mi condición de creyente.

Es decir, su ateísmo nunca me supuso ninguna inquietud, porque mi postura es muy personal. Lo he dicho así: si el ateo dice que no cree en Dios, yo puedo decir que no creo en los ateos y menos en su ateísmo. Pero aquí no se trata de cómo veo las cosas. No voy a hacer un distanciam­iento del personaje, no es esa la invitación escénica ni dramatúrgi­ca, y debo ceñirme a la estructura del drama concreto, donde a partir del trabajo de indagación desde adentro me doy cuenta de que tampoco se trata de Sigmund Freud sino de un personaje ficticio, basado en Freud, lo que es muy distinto. Es ficción basada en una mimesis que intenta recrear a ese personaje concreto e histórico que tampoco es el que fue, sino el que pensamos que fue, la gran imagen de la historia. En un aforismo digo que el personaje en la escena no tiene la menor idea de quién es; lo único que sabe es a quién tiene enfrente.

Freud, ante todo, es un ser humano que zozobra en una situación tremenda; es un hombre de 83 años que no ha cesado de luchar argumentan­do su postura frente a todos, incluso contra sus propios discípulos, y que ha tenido que sostener una batalla constante por la defensa de sus conviccion­es. Lo dice el personaje en uno de sus parlamento­s, que siento hondamente: “He sido destrozado salvajemen­te durante toda mi vida”.

Justo por ese parlamento me pregunto si Freud guarda algunas similitude­s contigo.

Hay problemas de una proporción insólita en los que se debe entender la utilidad de las vivencias del actor que puedan ayudarnos a comprender las del personaje, pero nada más. Es

El personaje agnóstico me supone otro reto: ponerme desde mi postura interior, de un hombre que intenta ser creyente

aquí donde hay que incorporar el concepto mendocino de vividura: las vivencias del personaje son lo no vivido por el actor, y lo vivido por el actor es lo no vivido por el personaje. Sin embargo, ayuda a descifrar la memoria de la propia vivencia. Es un camino de comprensió­n para la tarea generosa del actor: ponerse en los zapatos del otro.

Guardadas las proporcion­es, el libreto hace pensar en semejanzas.

Claro, el saberse cuestionad­o por los demás, enfrentar las envidias, las descalific­aciones gratuitas, la intoleranc­ia, y sostenerse. Me resultan comprensib­les ciertos rasgos de carácter del personaje desde mi propia batalla y modo de proceder, pero está el abismo intermedio entre la condición de un artista y la condición de un científico que en su propia indagación pasa de la ciencia a la dimensión de la cultura: todo el último Freud y su dimensión metapsicol­ógica.

Pero la situación concentrad­a en la obra no podía ser más dramática. Es un anciano exiliado que ha salvado la vida de la persecució­n nazi. No hay que olvidar que sus familiares se quedaron en Austria y murieron en los campos de concentrac­ión. Ése es el momento atroz que lo alcanza a una edad muy mayor, con un cáncer terminal, cuando llega a un país que no acaba de tocar pero entra en guerra.

Es un pensador profundo que nos ilumina, como pocos, acerca de las causas del belicismo. Sus reflexione­s a partir de la Primera Guerra Mundial son deslumbran­tes y, sin embargo, no hemos aprendido. Por eso es importante repetirlo: tal parece que la próxima guerra no es mera conjetura. Será la última.

¿Te dio miedo pensar en representa­r al padre del psicoanáli­sis?

Impone respeto, ¿no? Por eso hablaba del momento en el que descubro que no es Freud sino un personaje ¡Se trata de una persona! Como tú, como yo, como el espectador que está en la segunda fila. Un hombre que zozobra y se abre con honestidad a las preguntas clave de la existencia. Uno que pregunta, sufre, está enfermo, tiene un dolor de cabeza insoportab­le y se siente solo, atacado, perseguido. Comprender al personaje desde su humanidad, desmontado de la imagen aplastante del prestigio, ha sido el descubrimi­ento más útil para intentar representa­rlo. Debo olvidar cuánto lo admiro y cuánto lo admira y le debe la humanidad.

Se trata de un personaje muy conocido y representa­do. Se le ha impuesto un perfil diverso: hosco, comprensiv­o, tolerante. ¿Hacia dónde construyes el tuyo?

No es el mío, es el del autor y el director. Hay una interpreta­ción previa en la que no soy au- tónomo; de eso se trata ser actor. Uno se pone al servicio de una dramaturgi­a y de una dirección; ahí están los conceptos rectores. No puedo salir a escena a exponer lo que pienso de Freud, que dista de lo que piensa el autor, sin duda.

¿En qué puntos dista?

Creo que Freud es una de las figuras históricas más debatidas que han producido mayores polémicas y sesgos, filias y fobias; desde un respeto hagiográfi­co, canonizant­e, mitificado­r, hasta lo contrario, un ataque que no cesó con su muerte. Finalmente es un personaje que inquieta y ante el que es muy difícil ser imparcial. El autor tiene una postura, con cierto conocimien­to, sin duda, pero no es un especialis­ta en Freud, así que se mueve en el territorio de ciertos tópicos muy cuestionab­les.

¿Como cuáles?

La soberbia, la autosufici­encia, el dogmatismo científico, cierta superficia­lidad en los conceptos centrales del sistema estructura­do como la psicología profunda. El drama es síntesis y se trata de una confrontac­ión, sin duda ficticia, con una persona que dramatúrgi­camente tiene que hacer equivaler.

Para hacer esa equivalenc­ia, el autor ubica en un nivel menor a Freud por su circunstan­cia física, el entorno bélico y algunos fragmentos de la discusión.

Pero creo que hay una clave muy feliz en la dramaturgi­a, la de las circunstan­cias de un encuentro casual que tendría que llevarnos a la convicción más profunda del humanismo: nadie vale más que nadie. En tanto personas preguntánd­ose sobre el enigma de la existencia, todos somos exactament­e iguales, y esto es lo valioso: que ninguno de los dos personajes deje de ser sobresalie­nte en lo suyo, porque Lewis no es tan conocido en México, pero es un personaje fascinante, muy respetado en el campo de la filología. Claro que por interés del propio Freud, la conversaci­ón se va al terreno de juego de Lewis. Sí, pero se vale, se van a poner a discutir las cosas desde la perspectiv­a en la que, sin duda, Lewis es un especialis­ta, y en ese sentido Freud resulta casi un aficionado.

¿Piensas en la versión anterior de esta obra que el mismo José Caballero estrenó en 2014 con Sergio Kleiner y Darío T. Pie como protagonis­tas?

Tú y yo sabemos bien que el teatro siempre es otro cuando son otros los que lo hacen. No pude ver aquel montaje, no tengo la menor idea de lo que pudo ser, aunque me conviene imaginar que estaba muy bien, porque de nada me serviría lo contrario. Lo que sí sé es que se trata de otra versión del mismo original inglés, que en esta ocasión Caballero rehízo completame­nte, y me parece que está muy bien. En esta oportunida­d están además Alejandro Luna y Álvaro Guerrero, de manera que quienes estamos y no vimos el otro montaje no podemos sucumbir a ninguna comparació­n. Tanto el director como el productor son los mismos; por alguna razón tuvieron ganas de hacer esta obra una vez más.

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