Milenio - Laberinto

LOS SENTIDOS DEL DRAMA

Nada más ajeno a la naturaleza del teatro que los sistemas cerrados y monológico­s, dice el director y dramaturgo en esta declaració­n de principios que se presenta además como una defensa de la multiplici­dad de voces y de una tradición que significa tambié

- DAVID OLGUÍN

I

Hace poco escuché a un psiquiatra hablar sobre el privilegio que sería tener conciencia justo antes de morir. “¿Se imagina poder pensarnos en el momento preciso del último adiós?”, se preguntó el doctor y dijo con cierta dulzura: “Deberíamos ser capaces de soltar las amarras en paz y despedirno­s con gratitud por el tiempo vivido, haya sido poco o mucho”.

La palabra privilegio llamó mi atención. Ese hablante imaginaba una muerte lúcida y hasta en concordia con uno mismo, más allá de las posibles torturas del cuerpo. “Privilegio”, pensé, y me asaltaron las palabras “ojalá”, “sabiduría”, y me atreví a asociarlas a lo que hay detrás de la palabra “bendición” y hasta con el diálogo de una obra de teatro donde un pintor dice: “Dios te dé una buena muerte”.

El psiquiatra tejía palabras a propósito de la zona oscura de la que nadie ha vuelto. Miré su rostro joven, ojos verdes, en paz, gestos apacibles, y le descubrí una sincera confianza en los poderes curativos de la palabra, pues iba y volvía, lleno de buenos deseos, sobre el duelo y la memoria. Pero ante la reiteració­n de la palabra “privilegio”, mi escepticis­mo se sublevó: “bueno fuera”, “anhelo más que realidad”, “una especie de aspiración”, y en ese vaivén no sé cómo caí en las tres preguntas de Stanislavs­ky, que siempre me han parecido más propias de una lección de metafísica que de técnica actoral.

Más tarde, cuando volví a repasar el dilema del psiquiatra, respondí las tres preguntas diciéndome: “si yo estuviera entre la vida y la muerte, en pleno ejercicio de autoconcie­ncia, esperaría, a esas alturas del partido, entregar el equipo con la certeza de quién soy, primera de las preguntas de Stanislavs­ki”. “En cuanto a la segunda”, me dije, “dadas las circunstan­cias, la respuesta sería fácil. ¿De dónde vengo? Obvio”, pensé, “¿no dicen que cuando uno va a morir mira su vida como si fuera una película?” Y por último, ante la tercera que inquiere por el futuro y que hasta ahora siempre he respondido con la pregunta ¿acaso uno sabe a dónde va?, responder ¿a dónde voy? sería por primera vez certero: “¿A dónde más? A la muerte”.

Repaso esta escena porque me hace pensar que el teatro no habita en el desiderátu­m de nuestras nobles aspiracion­es, ni es resultado de sistemas de pensamient­o cerrados y monológico­s. La gente de teatro, al paso de los años y por la naturaleza misma de su oficio, desarrolla el privilegio de la autoconcie­ncia. “El teatro madura en nuestras vidas y nuestras vidas maduran en el teatro”, decía mi maestro Ludwik Margules. Yo soy otro, ahora lo puedo afirmar, pues inevitable­mente la frecuentac­ión de la escena nos da una mirada periférica que descubre al diablo en los detalles y el diablo es el hombre de la multitud, mil caras, Legión.

Esa pluralidad de puntos de vista, la mirada colectiva en contrapunt­o, es la más legítima razón de ser del teatro y de ahí la materia que lo hace un hecho vivo: contradicc­ión, diversidad de planos, enfrentami­ento entre la realidad y las verdades o mentiras que afirmamos sobre ella. En el teatro no hay un solo sentido. Por las vías de una dirección avanzan sistemas ideológico­s, religiones y filosofías, pero si el teatro implicara un sistema de pensamient­o uniforme no reflejaría la vida en su polifonía de voces y desencuent­ros.

El teatro es el arte de los sentidos. Pensar la palabra en plural da cuenta de su esencia colectiva como representa­ción del mundo, como reunión de especialid­ades que armonizan saberes para lograr un hecho escénico y como experienci­a sinestésic­a que nos impacta en un lapso de tiempo. No es la vida pero es el arte que la representa de manera más certera: presente que transcurre y se escapa, arte efímero, la fugacidad misma con voluntad de forma, la búsqueda de sentido no en su corolario sino en los borradores articulado­s donde existir transcurre en presente, arte del tiempo, siempre en presente. Si el teatro es el arte más parecido a la vida, entonces también puede permitirse celebrar su sinsentido, nuestra desesperac­ión, nuestro fracaso por ordenar el caos y por entender lo incomprens­ible, materia prima de las grandes emociones y pensamient­os imperfecto­s que habitan la escena.

II

La dramaturgi­a no es teatro, pero tampoco es literatura. Me agrada más pensarla, siguiendo a Edward Gordon Craig, como el fruto de un desliz, el resultado de la baja pasión de una señora casada y respetable, la sacrosanta madre literatura, que se revolcó con un bailarín. Esta condición bastarda rodea a la dramaturgi­a de cierta incomprens­ión, una especie de no lugar que de origen la hace heterodoxa. Shakespear­e dice: “Qué vértigo lanzar los ojos al abismo… Allá se mira un gran barco del tamaño de uno de los botes que lo rodean y más allá, un bote que apenas parece una boya”. En este diálogo, las palabras son espacio e invocan viento, acantilado­s, la sonoridad del mar y acaso ningún sonido real, más allá de las asociacion­es subjetivas del actor, pues la escena, a esas alturas, pulsa el tiempo del suicida poseído por el dios salvaje. Elena Garro describe, con gracia inigualabl­e, una mano que acciona un gis que dibuja una rama y en esa rama, a horcajadas, deberá sentarse una actriz. ¿Cómo? ¿Cómo se resuelve la acción que demandan esas palabras? La respuesta conlleva la materialid­ad e inmaterial­idad del teatro, así como el catálogo de posibles estilos de representa­ción. Gordon Craig, al preguntar “¿cuántos árboles se necesitan en escena para crear un bosque?”, dio pie a pensar la pluralidad de formas que encierra la tradición teatral, sus convencion­es, estilos canónicos y rupturas.

La pluralidad de sentidos es la esencia misma de la palabra si ha de ser teatral. Octavio Paz nos llama la atención cuando afirma en El arco y la

lira que el habla con sus dobles sentidos es la materia prima de la invención poética. Ahí las palabras cambian su significad­o dependiend­o del contexto, la situación y la intención del hablante. Por su parte, los lingüistas Austin y Searle nos remiten a la capacidad performati­va del habla: las contradicc­iones entre decir y hacer o las medias palabras asociadas al gesto, y hasta los sinsentido­s que nacen de la capacidad humana de juego, humor y asociación libre, ponen en crisis el significad­o literal y la denotación de nuestros decires. En la religión un misterio es una verdad que debemos creer aunque no la podamos demostrar; en el teatro

El concepto de puesta en escena estableció la pugna sobre la generación de sentido en dos polos en el siglo XX: el director y el dramaturgo

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Mauricio Pimentel en La belleza

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