LOS SENTIDOS DEL DRAMA
Nada más ajeno a la naturaleza del teatro que los sistemas cerrados y monológicos, dice el director y dramaturgo en esta declaración de principios que se presenta además como una defensa de la multiplicidad de voces y de una tradición que significa tambié
I
Hace poco escuché a un psiquiatra hablar sobre el privilegio que sería tener conciencia justo antes de morir. “¿Se imagina poder pensarnos en el momento preciso del último adiós?”, se preguntó el doctor y dijo con cierta dulzura: “Deberíamos ser capaces de soltar las amarras en paz y despedirnos con gratitud por el tiempo vivido, haya sido poco o mucho”.
La palabra privilegio llamó mi atención. Ese hablante imaginaba una muerte lúcida y hasta en concordia con uno mismo, más allá de las posibles torturas del cuerpo. “Privilegio”, pensé, y me asaltaron las palabras “ojalá”, “sabiduría”, y me atreví a asociarlas a lo que hay detrás de la palabra “bendición” y hasta con el diálogo de una obra de teatro donde un pintor dice: “Dios te dé una buena muerte”.
El psiquiatra tejía palabras a propósito de la zona oscura de la que nadie ha vuelto. Miré su rostro joven, ojos verdes, en paz, gestos apacibles, y le descubrí una sincera confianza en los poderes curativos de la palabra, pues iba y volvía, lleno de buenos deseos, sobre el duelo y la memoria. Pero ante la reiteración de la palabra “privilegio”, mi escepticismo se sublevó: “bueno fuera”, “anhelo más que realidad”, “una especie de aspiración”, y en ese vaivén no sé cómo caí en las tres preguntas de Stanislavsky, que siempre me han parecido más propias de una lección de metafísica que de técnica actoral.
Más tarde, cuando volví a repasar el dilema del psiquiatra, respondí las tres preguntas diciéndome: “si yo estuviera entre la vida y la muerte, en pleno ejercicio de autoconciencia, esperaría, a esas alturas del partido, entregar el equipo con la certeza de quién soy, primera de las preguntas de Stanislavski”. “En cuanto a la segunda”, me dije, “dadas las circunstancias, la respuesta sería fácil. ¿De dónde vengo? Obvio”, pensé, “¿no dicen que cuando uno va a morir mira su vida como si fuera una película?” Y por último, ante la tercera que inquiere por el futuro y que hasta ahora siempre he respondido con la pregunta ¿acaso uno sabe a dónde va?, responder ¿a dónde voy? sería por primera vez certero: “¿A dónde más? A la muerte”.
Repaso esta escena porque me hace pensar que el teatro no habita en el desiderátum de nuestras nobles aspiraciones, ni es resultado de sistemas de pensamiento cerrados y monológicos. La gente de teatro, al paso de los años y por la naturaleza misma de su oficio, desarrolla el privilegio de la autoconciencia. “El teatro madura en nuestras vidas y nuestras vidas maduran en el teatro”, decía mi maestro Ludwik Margules. Yo soy otro, ahora lo puedo afirmar, pues inevitablemente la frecuentación de la escena nos da una mirada periférica que descubre al diablo en los detalles y el diablo es el hombre de la multitud, mil caras, Legión.
Esa pluralidad de puntos de vista, la mirada colectiva en contrapunto, es la más legítima razón de ser del teatro y de ahí la materia que lo hace un hecho vivo: contradicción, diversidad de planos, enfrentamiento entre la realidad y las verdades o mentiras que afirmamos sobre ella. En el teatro no hay un solo sentido. Por las vías de una dirección avanzan sistemas ideológicos, religiones y filosofías, pero si el teatro implicara un sistema de pensamiento uniforme no reflejaría la vida en su polifonía de voces y desencuentros.
El teatro es el arte de los sentidos. Pensar la palabra en plural da cuenta de su esencia colectiva como representación del mundo, como reunión de especialidades que armonizan saberes para lograr un hecho escénico y como experiencia sinestésica que nos impacta en un lapso de tiempo. No es la vida pero es el arte que la representa de manera más certera: presente que transcurre y se escapa, arte efímero, la fugacidad misma con voluntad de forma, la búsqueda de sentido no en su corolario sino en los borradores articulados donde existir transcurre en presente, arte del tiempo, siempre en presente. Si el teatro es el arte más parecido a la vida, entonces también puede permitirse celebrar su sinsentido, nuestra desesperación, nuestro fracaso por ordenar el caos y por entender lo incomprensible, materia prima de las grandes emociones y pensamientos imperfectos que habitan la escena.
II
La dramaturgia no es teatro, pero tampoco es literatura. Me agrada más pensarla, siguiendo a Edward Gordon Craig, como el fruto de un desliz, el resultado de la baja pasión de una señora casada y respetable, la sacrosanta madre literatura, que se revolcó con un bailarín. Esta condición bastarda rodea a la dramaturgia de cierta incomprensión, una especie de no lugar que de origen la hace heterodoxa. Shakespeare dice: “Qué vértigo lanzar los ojos al abismo… Allá se mira un gran barco del tamaño de uno de los botes que lo rodean y más allá, un bote que apenas parece una boya”. En este diálogo, las palabras son espacio e invocan viento, acantilados, la sonoridad del mar y acaso ningún sonido real, más allá de las asociaciones subjetivas del actor, pues la escena, a esas alturas, pulsa el tiempo del suicida poseído por el dios salvaje. Elena Garro describe, con gracia inigualable, una mano que acciona un gis que dibuja una rama y en esa rama, a horcajadas, deberá sentarse una actriz. ¿Cómo? ¿Cómo se resuelve la acción que demandan esas palabras? La respuesta conlleva la materialidad e inmaterialidad del teatro, así como el catálogo de posibles estilos de representación. Gordon Craig, al preguntar “¿cuántos árboles se necesitan en escena para crear un bosque?”, dio pie a pensar la pluralidad de formas que encierra la tradición teatral, sus convenciones, estilos canónicos y rupturas.
La pluralidad de sentidos es la esencia misma de la palabra si ha de ser teatral. Octavio Paz nos llama la atención cuando afirma en El arco y la
lira que el habla con sus dobles sentidos es la materia prima de la invención poética. Ahí las palabras cambian su significado dependiendo del contexto, la situación y la intención del hablante. Por su parte, los lingüistas Austin y Searle nos remiten a la capacidad performativa del habla: las contradicciones entre decir y hacer o las medias palabras asociadas al gesto, y hasta los sinsentidos que nacen de la capacidad humana de juego, humor y asociación libre, ponen en crisis el significado literal y la denotación de nuestros decires. En la religión un misterio es una verdad que debemos creer aunque no la podamos demostrar; en el teatro
El concepto de puesta en escena estableció la pugna sobre la generación de sentido en dos polos en el siglo XX: el director y el dramaturgo