Música de antro bajo el agua
Una aproximación a The Riverman, álbum que Joaquín García presentó el jueves en el Foro del Tejedor y estará disponible a finales de agosto
El primer recuerdo musical de Joaquín García es entrar en coche —tendría cinco o seis años— al centro de San Miguel de Allende y comenzar a cantar sin darse cuenta “In My Life” de The Beatles. Su papá quedó atónito: escucharon esa misma canción varios años atrás (Joaquín era un bebé) en una circunstancia idéntica: entrar en ese mismo coche al centro de San Miguel de Allende. Y Joaquín lo entendió de inmediato: la música y el tiempo, las experiencias y las melodías, los sonidos y la vida, eran cosas que dentro de su corazón siempre irían en pareja. Y en pareja es como siempre le han salido las canciones. Así, de dos en dos, está construido The Local Universe (2014, Pedro y el lobo Records), su álbum debut.
En “Uneven”, secretos y mentiras desnivelan un amor que nunca termina por ser luminoso, por hacer felices a quienes lo comparten; en “The Line”, uno de esos amantes busca en su interior el origen de su rabia, de su talento para perderse, y concluye que no hay posible solución o respuesta: “a cualquier lado de la línea (derecha o izquierda) me sentiré abandonado… Esa es mi naturaleza”. Y la pieza que abre (“In & Out”) complementa la pieza que cierra (“It’s Been Said”); canciones llenas de imágenes tristes (apasionadas camas que se convierten en rompecabezas) en torno a la misma historia: gente joven que ha nacido en tiempos frenéticos bajo misteriosas formas en movimiento perpetuo.
Ahora, Joaquín García ha terminado de grabar las parejas de canciones que conforman The Riverman (Pedro y el lobo Records), su nuevo álbum. Es música que lo desconcierta. En el estudio, por primera vez en su carrera, Joaquín les abrió espacios a sus músicos para que entraran en sus canciones y propusieran sonidos. A partir de ahí, en sesiones cercanas al jazz por su libertad de improvisación, poco a poco, entre posibles decorados sonoros, cada canción encontró la exacta —exactitud azarosa, envuelta en la incertidumbre— distribución de sus materiales.
Digamos que Joaquín García es el arquitecto y sus músicos los diseñadores de interiores; establece la ubicación de la puerta que da entrada y les indica a los otros instrumentos hacia dónde lleva la salida… pero muchas veces sus construcciones son atípicas y siniestras: una tumba, un jardín vertical, un calabozo, una buhardilla…
En The Riverman, todos estos procedimientos parten de una idea común, sensual y extraña: música de antro bajo el agua. Entonces las búsquedas adquieren un sesgo ambiental e impresionista; transmitir sensaciones se convierte de pronto en su misión principal. E incluso la voz de Joaquín García —siempre tan apegada a la claridad del mensaje— por momentos abandona la letra para desempeñar una función decorativa: bellos ornamentos vocales —colores fúnebres atravesados por brillos súbitos— que suben y bajan vacíos de palabra a través de los panoramas.
La idea resulta divertida: juntar a una generación rota —los nacidos a partir de 1980— en una misma fiesta acuática. La confusión —el fondo— sigue ahí densa e inalterable; en cambio, los sonidos —la forma— han perdido la privada intimidad confesional del pasado para unir sus secretos a un himno (que también es un poco réquiem) construido a partir de varias voces confusas y desoladas, pero también alegres y cínicas, en donde caben distintas lecturas e inesperadas situaciones, como ocurre cuando adultos jóvenes —un poco hipsters, un poco fresas— se reúnen en los bares de la ciudad entre mesas de madera. Algunos bailan, otros se besan y hay quienes de pie ante la barra esperan en soledad gin, mezcal o cerveza.