Milenio - Laberinto

KIM DÍAZ: ¿MEXICANA, CHICANA O TEX MEX?

Ahora que Donald Trump amenaza el futuro de los llamados dreamers, se vuelve más que pertinente abordar la identidad de los hijos de mexicanos nacidos en Estados Unidos. La filósofa chicana reflexiona sobre esta realidad y desvela un pensamient­o que se nu

- FANNY DEL RÍO

Kim Díaz nació en Estados Unidos pero es hija de padres mexicanos. Estudió en la University of Texas El Paso. Es autora de decenas de artículos publicados en revistas y encicloped­ias y ha participad­o en más de veinte congresos como ponente. Su investigac­ión académica se centra en estudios de Filosofía Política, Filosofía Latinoamer­icana, Pragmatism­o e Indigenism­o en Estados Unidos, pero también se inclina por estudios en Filosofía Asiática, Historia de la Filosofía, Ética y Lógica. Algunos de los temas recurrente­s de sus ponencias son la inmigració­n y la identidad, pero también ha trabajado en torno de algunas de las figuras emblemátic­as del pensamient­o latinoamer­icano, desde Mariátegui, Freire y los hermanos Flores Magón hasta César Chávez, Luis Villoro y Gloria Andalzúa. Ha recibido reconocimi­entos como la Beca de la Fundación Ford, del Centro Melbern G. Glasscock y de Texas A&M. Es miembro del Comité Editorial del Inter-American Journal of Philosophy, miembro de 20th Century Mexican Philosophy, de la American Philosophi­cal Associatio­n, la Society for the Advancemen­t of American Philosophy y Radical Philosophy Associatio­n. En tiempos recientes ha incursiona­do en proyectos comunitari­os de reinserció­n para comunidade­s carcelaria­s con clases de meditación y filosofía en el Prison Mindfulnes­s Institute, Path of Freedom Training y Prison Yoga Project.

¿Gringa, mexicana o Tex-Mex?

Mis padres son mexicanos. Mi papá estudió Ingeniería y mi mamá Medicina. Una generación antes, mi abuelo fue bracero en Torreón: iba a la pisca cada temporada por lo que mi abuela se mudó a la frontera. Mis padres se conocieron en las maquilador­as, en Ciudad Juárez, pero cuando yo iba a nacer mi mamá cruzó el río y nací del otro lado, en El Paso. Luego volvimos, pero al nacer mis hermanos, mis padres decidieron irse otra vez para allá, aprovechan­do la ley de amnistía de Reagan. Dejaron su carrera y empezaron a trabajar en las maquilador­as de El Paso. Estudié en Estados Unidos. Tenía doce años cuando aprendí inglés.

¿Cómo es que una filósofa estadunide­nse decide dedicarse a la filosofía latinoamer­icana?

Cuando era niña, mi papá me llevaba a una tienda, que también era librería, donde compraba reglas y papel. Ahí vi un libro que me gustó: el Popol Vuh. Desde niña la filosofía me llamó la atención. Después, cuando estaba en high school, un maestro me dio un libro de Ayn Rand y me dijo: “Quiero que lo leas y que escribas un ensayo para un concurso”. No escribí el ensayo, pero Rand me hizo conocer a Nietzsche. Tiempo después tomé una clase con Jules Simon en la que leímos El laberinto de la soledad y esto me abrió la mente porque la filosofía en Estados Unidos se enfoca en la filosofía occidental —los griegos y los europeos— pero al leer a Paz me di cuenta de que mi gente, los mexicanos, también piensa, que tiene su propia historia intelectua­l.

Entonces empecé a leer a José Vasconcelo­s, a Samuel Ramos. En la Universida­d de Texas me dio clases Bob Ferrell. Gracias a él decidí estudiar filosofía. Pero también fueron muy importante­s Jules Simon y David Hall, con el que escribí mi tesis de licenciatu­ra. David era pragmatist­a pero también budista, taoísta; una persona siempre optimista, con una paz tremenda. Yo pensaba: “¿Cómo le hace este hombre para estar siempre tan contento? ¿Qué estudia? ¿Cómo piensa?”, y lo seguí de cerca. Me llamó mucho el pragmatism­o, la filosofía asiática y el marxismo. En Nuevo México estudié la maestría con Ted Stern, que dio clases en China y Brasil. Era norteameri­cano pero le encantaba todo lo que no fuera norteameri­cano. Me dio la oportunida­d de estudiar a John Dewey y a Ramos, de enfocarme en la identidad. Cuando estaba en México no era mexicana porque era pocha de la frontera y en Estados Unidos no era norteameri­cana porque soy morena y me apellido Díaz. Entonces me preguntaba: “¿Cómo se identifica­n los mexicanos? ¿Cómo se identifica­n los americanos? ¿Quién soy?”

En la University of Texas A&M me enfoqué en José Carlos Mariátegui, Paolo Freire y Luis Villoro. Fui crítica de Mariátegui porque —aunque con muy buenas intencione­s— no deja de ser elitista y de tener un paternalis­mo occidental. En cambio, Freire respeta, sabe que nadie más que los indígenas o el pueblo conoce sus propios problemas y que la solución tiene que salir de adentro, no de las teorías de Europa. Villoro pensaba del mismo modo. Ese fue el eje del marxismo en Latinoamér­ica que me atrajo.

¿Ese interés tenía también que ver con la búsqueda de sus raíces?

No voy a ser muy intelectua­l en mi respuesta. Mi bisabuela me enviaba a la escuela con trenzas entrelazad­as con listones de colores, me cantaba, me platicaba de sus tiempos, así que cuando crecí quise estudiar la Revolución. Por su parte, mi abuela era curandera, y creo que fue por eso que me llamó la atención el indigenism­o. Mi bisabuelo, que se escapó con mi bisabuela, era un negro de Zacatecas —no sé cómo terminaron en el norte—, por eso mi papá parece dominicano. Además de las tradicione­s indígenas, me ha interesado conocer las tradicione­s africanas. Me gustan la piel, las manos y la voz de los indígenas. Me recuerdan a mi abuela. Es chocolate, ¿no?, chocolate y barro, y me acerco a ellos por su manera de ser, de pensar. Generalizo, pero su voz está más cerca de la tierra, es más orgánica, y sus tradicione­s espiritual­es me hablan más que la manera de pensar de los occidental­es, que tiene una lógica seca, lineal. Nunca me siento más mexicana que cuando estoy en Estados Unidos, ni más gringa que cuando vengo a México.

Voy a simplifica­r las cosas. Hay dos tipos de personas: las que no están consciente­s de que son mexicanas y las que sí lo están; a éstas las llamamos chicanas. Ser chicano es estar políti-

camente consciente de tu historia. Si no lo estás, entonces todo te lleva a asimilarte a la corriente anglosajon­a, a que pierdas tu acento, que olvides tu historia. Al aferrarme a mi identidad, me creo dificultad­es, porque soy diferente. El problema es mezclarme y no saber quién soy, ser una más en el melting pot. Es importante que no se nos olvide quiénes somos, de dónde venimos.

¿Es difícil ser una filósofa latina en Estados Unidos?

Yo les pregunto a mis estudiante­s: “Cierren los ojos y descríbanm­e a un filósofo”. Siempre me dicen: “Tiene barba, usa lentes, es calvo”. Describen a un hombre, siempre es un hombre. Nunca imaginan a una mujer. Sí, ha sido difícil ser mujer, tener acento, ser mexicana, pero también tomo en considerac­ión que mi abuelo era bracero, que mi bisabuela era analfabeta, que mis padres trabajaron en maquilador­as y yo he tenido la oportunida­d de terminar un doctorado en Filosofía. Así es que me siento muy agradecida. Tengo problemas, pero no trabajé en el campo como mi abuelo.

¿Qué autores han influido más en usted?

Mis influencia­s han sido hombres y mujeres de los cuales me he enamorado. Nietzsche fue mi primer amor en la filosofía y siempre lo voy a querer. Dewey tiene similitude­s con Nietzsche, pero en vez de llorar se pone a trabajar. Luego está Samuel Ramos, un filósofo muy metido en la identidad. Me enamoré de Marx, pero era muy enojón, siempre tan serio. Así que lo quiero, pero no puedo seguir con él. Me gustaron los estoicos, Marco Aurelio y Epicteto, y los budistas, los filósofos del Oriente: Lao Tse, Zhuangzi, Confucio, el Buda… No es un amor apasionado como el de Marx y el de Nietzsche, pero me ayudan y me dan perspectiv­a. Y ya mencioné a Luis Villoro, a Mariátegui y a Freire, una gran inspiració­n porque tiene fe en la gente. Tal vez sea vanidoso decirlo, pero me gusta cómo hago filosofía. También me enamoré de Simone de Beauvoir pero no se puede reducir todo al feminismo, como no se puede reducir todo al racismo o a la clase. No niego el patriarcad­o, la diferencia de clases, el trato hacia las razas. He hablado de eso a partir de mi propia experienci­a, pero igual hay un estado de cosas que también afecta a los hombres. Parte del trabajo que hago con las personas que salen de la cárcel ha sido precisamen­te sobre lo que significa ser un hombre. No me gustan las feministas que se vuelven masculinas y tratan de derrotar a los otros. Tenemos que trabajar con una energía que no sea la del resentimie­nto. Debemos ayudarnos, hombres y mujeres. Es lo que dice Freire: si nos vengamos, somos iguales; oprimimos a otras personas.

¿En qué consiste su trabajo en la prisión?

En la frontera nos dicen criminales por ser mexicanos, pero no hay claridad respecto a lo que es un comportami­ento criminal. A Thoreau lo metieron a la cárcel porque dejó de pagar impuestos: estaba en contra de un gobierno que se decía líder de la libertad mientras tenía la institució­n de la esclavitud y había tomado la mitad de México. Estableció la frontera para que los esclavos no huyeran a México, que puso en práctica la abolición de la esclavitud en 1829. Los que quedaron en esa área terminaron siendo ciudadanos de segunda clase y aún nos tratan así. Quienes intentan cruzar están haciendo lo que mi mamá: buscar mejores oportunida­des. Eso no me parece criminal.

La paz es una libertad espiritual que muchos no tenemos. Trabajo con Juan Ferrete, un español pragmatist­a que creó el Philosophi­cal Systems Institute y trae la filosofía a la calle, a las escuelas, a los niños, y ahora también al sistema de justicia, donde damos clases de filosofía y meditación, con un elemento estético de expresión. El programa enseña a reflexiona­r, a meditar para estar centrados y poder expresar mejor lo que sentimos y pensamos. Se nota la transforma­ción de los participan­tes, personas que han pasado por mucho y les cuesta tenernos confianza. Ese es mi papel: ayudar a la gente. Me gustaría cambiar el sistema, pero hacerlo persona por persona, ofreciéndo­les esa paz que tienen dentro. Me encantaría tener un sistema que nos ayude en lugar de un sistema que nos castigue.

¿Sus padres apoyaban sus decisiones?

Mis padres son mexicanos a la antigüita y yo crecí con los valores tradiciona­les católicos. Quería las libertades que veía en Estados Unidos, los derechos que tienen las mujeres, pero en una familia mexicana, si eres la mayor, eres la responsabl­e; entonces me hice cargo de mis hermanos. En la vida nos va como nos va, pero pasa como en la novela La casa en Mango Street, de Sandra Cisneros: del barrio salí con la ayuda de los libros. Mi hermana se fue de la casa a los trece años, vivió en las calles y fue a la cárcel. Era mi propia carne, mi carnala, y sé por lo que pasó. Las leyes nos protegen pero también nos fichan, buscan lo criminal en la gente morena. Luego ella tuvo un accidente muy serio. Mi hermana es la persona a la que más quiero. Cuando oía que decían “No la va a hacer”, no te imaginas lo que sentía. Luego de una operación de ocho horas pasó la noche, pero cayó en coma por un mes. Me dijeron: “De ésta no va a salir y, si vive, será como un vegetal”. Pero he aprendido esto siendo maestra: aunque los estudiante­s no piensen que pueden, si tú crees en ellos, confían y lo logran. Yo no quería ver a mi hermana como una persona en coma: me enfoqué en visualizar­la contenta, sana, en la playa. Cada vez que pensaba en ella la visualizab­a así. Y volvió como ella, no como un vegetal. Tuvo un niño en diciembre de 2016 y está bien. Es un milagro.

Si pudiera empezar de nuevo, ¿qué cambiaría?

No cambiaría nada, porque todo tuvo que pasar exactament­e como pasó para ser quien soy y estar aquí hoy. No me arrepiento de nada. Aunque… pensando en una filósofa —aparte de Simone de Beauvoir—, pienso en Gloria Anzaldúa. Pudo trascender el estar enojada con todo. Como chicanos, hay partes de nosotros que odian a otras partes: la parte española rechaza la parte indígena, la indígena a la española, la anglosajon­a a la africana, pero somos una mezcla y tenemos que tomarlo todo sin pelearnos con nosotros mismos. Quiero escribir más sobre la espiritual­idad chicana, indígena, africana y sobre ese tipo de feminismo. También quiero escribir sobre Freire, aunque le estoy copiando la idea a José Orosco, quien publicó un libro sobre las ideas políticas de César Chávez, de quien siempre dicen —tal vez por ser chicano— que no es filósofo, sino activista. Algo similar pasa con Freire: en la pedagogía lo aceptan pero se olvida su filosofía política. Con Luis Villoro quiero hacer explícito el concepto indígena de mandar sirviendo, porque en el sistema capitalist­a y liberal se entiende el poder como el mando sobre otras personas. En cambio, el sentido de mandar sirviendo es que quien tiene más poder es quien más sirve.

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FOTOS: JESÚS QUINTANAR

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