20 AÑOS SIN ISAIAH BERLIN
Nadie que ignore el horror “de la tiranía puede comprender plenamente la Eroica, o Fidelio, la primera gran ópera política”, dijo Isaiah Berlin. Algo se quedaría en el tintero si se deja ahí la cosa, porque la ópera de Beethoven coincide con el juicio común acerca de la tiranía como algo que se ejerce contra la gente: eso que se llama genéricamente “pueblo” en las pancartas, en los partidos, en los discursos. Fidelio es la lucha contra la tiranía, y del amor como fuerza para romper cadenas. Un primer acto de lamentos y calabozos, de opresión y poder, y un segundo acto de banderas coloridas y coros, manos entrelazadas y aclamaciones heroicas (“O Namenlose Freude”). No es la primera ópera política (podemos remontarnos a la Coronación de Poppea, de Monteverdi), pero no importa la corrección de los datos sino recuperar una intuición de Berlin, que vivió casi toda su vida bajo las enormidades históricas: la Revolución rusa, las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. Gran geopolítica, Historia con mayúsculas: la supervivencia de la libertad contra tiranías formidables y la libertad como único lugar humano. Supo ver como pocos el horror a que conducen los nacionalismos, la veneración del Estado y la admiración del poder. En su relacion de amor-odio con el romanticismo, vio la insurgencia revolucionaria como oposición al poder y la rebelión, el heroismo, la libertad como valores superiores incluso a la vida. Pero la política que recurre al héroe es una voluntad de poder y no hay mejor fórmula para crear tiranos que la aclamación popular y, aunque nunca lo formuló de modo explícito, hay una sospecha no formulada que alimenta toda su obra: política y poder son recíprocamente excluyentes. Sí, todas la teorías políticas se las tienen que ver con las dos serpientes que intentan devorarse una a otra, y el sujeto, en su sociedad, ha de sobrevivir luchando contra las dos serpientes, sin vencerlas.
Berlin apunta al punto ciego, donde el poder significa el borramiento de toda oposición, donde no importa ninguna opinión; al contrario, la política acoge todas las opiniones, aun las detestables. En resumen: el poder anula a la política, pero la política hace imposible el poder. No son ideas complementarias sino contradictorias. A los románticos, a Beethoven, les llega el final de sus grandes obras en el momento más alto. No sabemos qué sería de Florestán y Leonora diez años después de la liberación. Tampoco sabemos, a 20 años de su muerte, si Berlin habría visto nuestros días con miedo o con anuencia.