La rendición de la literatura
Lo primero que puede decirse acerca de la novela Rendición de Ray Loriga, Premio Alfaguara 2017 —obtenido por mayoría de votos—: es casi tan mala como El Sistema de Ricardo Menéndez Salmón, otra distopía galardonada, ésta con el Premio Biblioteca Breve 2016. Loriga, sin duda, ha escrito cosas importantes como Héroes (1993) o, en los últimos años, Za Za, emperador de Ibiza (2014), pero Rendición, como El Sistema, se afilia a ese resurgimiento de propuestas distópicas en castellano que en calidad quedan muy lejos de los grandes maestros del siglo XX: Zamiatin, Orwell, Bradbury, Huxley, Dick. Y, desde luego, a kilómetros de textos recientes escritos en inglés (e incluso de otros en español, poco conocidos). Resulta difícil entender por qué el jurado, integrado por autores inscritos en lo que podría denominarse el canon Babelia, apostó por el nombre de un autor y no por una obra literaria. Da la impresión de que lo que se pretende, en términos mercadológicos, es emular propuestas del universo ficcional angloamericano (The Hunger Games de Suzzane Collins, Maze Runner de James Dashner) que no solo han tenido una recepción exitosa sino que han sido adaptadas a la pantalla cinematográfica. Valiéndose, además, de la complicidad de una masa de potenciales compradores, es de suponer que vírgenes de cultura histórica y literaria. En cualquier caso, es un hecho que dos distopías mediocres han sido reconocidas en años consecutivos con premios de lo más codiciados dentro de la narrativa en nuestro idioma.
Ni siquiera se puede afirmar que Rendición esté mal escrita. Lo que sorprende es la premisa amnésica de la que parte, su falta de originalidad, como si nunca antes se hubiera planteado algo parecido. Un hombre de origen aldeano, junto con su mujer y un hijo que han adoptado de facto, se ven obligados a incendiar su propia casa y luego a partir a una misteriosa ciudad de cristal donde habrán de establecerse no se sabe si en calidad de refugiados o de prisioneros. Los hijos biológicos de la pareja combaten en esa guerra que, como la de Troya, dura ya diez años. No se tiene noticia de ellos. La familia se limita entonces a obedecer las instrucciones del agente de la zona, representante del misterioso Gran Hermano que ha tomado esa determinación. En el camino, una tierra de nadie donde acecha el peligro, cae una bomba que destruye uno de los tres autobuses en que viajan, aunque este percance no es suficiente para despertar al niño acomodado en el asiento entre sus padres putativos. La verosimilitud de la historia se tambalea en varios momentos. Más adelante el autocar que los traslada se avería y los tres tienen que seguir a pie en compañía de los ricos que controlan el agua en la comarca. Un criado de éstos pisa una mina que lo hace saltar en pedazos, pero al garrafón que contiene el líquido no le pasa nada. Tras una serie de episodios que podrían haber sido extraídos de The Road de Cormac McCarthy, llegan a la ciudad de cristal, en cuya entrada, mientras les revisan los documentos, encuentran a los ricos del agua, que habían traicionado a la familia abandonándola a su suerte, colgados de cabeza, señal de que en el nuevo hogar más vale seguir las reglas. Los desinfectan, les asignan un departamento y los trabajos que habrán de realizar. En lo sucesivo, todo irá bien. Los tópicos de la distopía se despliegan uno tras otro: la perfecta geometría de la urbe acristalada, los servicios eficientes, no existen la pobreza ni la criminalidad, la enfermedad está controlada. Sin embargo, la isla, la esencia metafórica en que se condensa el espacio de cualquier distopía, esconde una verdad terrible: la felicidad colectiva solo es aparente. La seguridad redunda en un sacrificio del libre albedrío. La súper vigilancia y la delación sustituyen los derechos fundamentales. El narrador, como los Mefi de Zamiatin, se dará previsiblemente cuenta de ello, a un precio muy alto.
Como aspectos positivos de una novela que degenera en pastiche cabe señalar que Loriga desarrolla con eficacia el tema de lo que representaría para los humanos, en lo emocional, habitar la ciudad transparente inventada por Zamiatin y explotada por los reality shows. Todos pueden ver al vecino y todos los vecinos pueden observarlo a uno. Y también explora la ambigüedad de los conceptos victoria-derrota, aliado-enemigo. El narrador y su mujer, que acaba engañándolo con otro, nunca saben a ciencia cierta si están del lado de los ganadores o de los perdedores.