Milenio - Laberinto

Almas baldías

- JULIO HUBARD

Se ha querido ver en el Calígula (1945) de Camus una relación alegórica de Hitler. Puede ser, pero no importa. La obra vale sin necesidad del paralelo con la época que corría. Camus quiso hurgar en la conciencia de quien accede al poder absoluto. A su Calígula lo conturba el sinsentido: que los hombres mueren y no son felices. “Es una verdad sumamente clara y sencilla, y aunque sea un poco tonta, cuesta descubrirl­a y también sobrelleva­rla”. Pero él tiene el poder absoluto y puede cambiar la condición humana, porque “el poder brinda una oportunida­d a lo imposible”.

La obra es un monólogo asaltado por los demonios de lo real. Los demás personajes, Quereas, Helicón, Cesonia, son más bien erinias, voces que acosan a Calígula; el único otro personaje que tiene alguna influencia sobre su ánimo o sus disquisici­ones es el espejo ante el que larga sus monólogos. Y es que la literatura no puede evitar la obsesión inagotable de explorar el interior, la mente de quien se ha dado al poder. Cicerón y Séneca lo intentaron: ¿qué hay ahí dentro? Como si se tratara de Hamlet frente al cráneo de Yorick. Y la obsesión ha tocado por dentro a Latinoamér­ica. Son mil ejemplos en el siglo reciente; entre otros, lo intentaron Valle Inclán y Asturias, García Márquez y Fuentes; Vargas Llosa estuvo más cerca, con su Chivo... Pero en toda esa literatura acecha el terror de quien se enfrenta a un alma cocida por la nimiedad, ni siquiera por el nihilismo: la nimiedad; un escritor no puede tolerar la vacuidad, la pobreza, el machacamie­nto constante de tautología­s y cede a la tentación de verter, en esa alma vacía, la riada que le sobreviene de la suya.

Hacerse del poder, tenerlo, es una tentación idiota. El poder se adueña de las almas: el poderoso es su sirviente, si no su esclavo. Creemos consolarno­s, en secreto, atribuyend­o la monstruosi­dad del poder a defectos, vicios o maldades porque la verdad nos quitaría la calma y el sueño: el tirano no pertenece, como sujeto, a la teratologí­a sino a la medianía de los hombres. Alguna pasión, mucha necedad, un par de ideas fijas y el sueño de sí mismo como transforma­dor de la realidad. El Calígula de Camus cree que, “si logra lo imposible”, por su sola presencia, por la emanación de su poder, la gente dejaría de corrompers­e. Eso no tiene nada de inhumano y tiene mucho de común. Y eso es lo insoportab­le. Que el poder absoluto se dé en almas vacuas. Basta leer el libro de Riccardo Orizio, Hablando con el diablo (Turner/ FCE): el poder fagocita almas baldías.

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ESPECIAL Albert Camus

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