Milenio - Laberinto

Puño arriba

- SUSANA IGLESIAS

Las piedras, bloques de concreto, pedazos de muro, pasan de mano en mano, ninguna se cae, los hombros tiemblan, los rostros cenizos y cansados no descansan. No tienen tiempo para despejar el polvo que cubre pestañas, párpados. Los civiles, igual que el 19 de septiembre de 1985, llegaron antes que las autoridade­s, antes que los marinos, que los militares y perros de rescate, antes que una máquina, llegaron antes que cualquiera de nosotros; ¿desde cuándo hacemos caso de los consejos? “No salgan, mejor quédense en casa, resguárden­se, no estorbemos”. A 32 años no aprendemos nada, la ciudad está rota, no se rinde. Destruida, jamás derrotada. Mirar las noticias no te salvará, resguardar­te tampoco, marcarte a salvo en tu red social es tan estúpido. La ciudad es una perra sarnosa, heridas que huelen mal reviven de su piel escamosa cuando se rasca. Una mañana, harta de infeccione­s mal cuidadas, sacude sus costras, de paso las pulgas, se rasca, sangra, está sucia y malherida, nadie quiere estar en el lomo trepidante de esa perra. Que me perdonen por la comparació­n, el olor a cuerpos muertos y gas no puedo sacármelo de la nariz. La destrucció­n: otra grieta más en el corazón de piedra de una ciudad que jamás duerme. Por la mañana tomé el metro Salto del Agua, pensé algo mientras veía a una mujer con la cara sin ningún rasgo de emoción, somos peor que las hormigas, nos desplazamo­s de forma autómata por los túneles, al menos ellas trabajan juntas, no esperan a fin de mes. La misma sensación de años atrás mientras cruzaba el Eje Central, los pasos a ninguna parte, a nadie le importaba, el pensamient­o no desapareci­ó en todo el recorrido. Bajé en Tacubaya. En la salida de Avenida Jalisco de la línea rosa, tomé un taxi de la muerte, sin ánimo de gastar en uno particular que me puede secuestrar, llevar a un motel, violarme, quitarme la vida; no gracias. Somos peor que hormigas, el día me provocaba alegría. “No es tan malo estar muerto”, le dije al chofer mientras se quejaba del tránsito, en realidad estaba despejado.

Nos reímos. Y ahora estoy aquí entre máquinas y el denso picante olor del diesel que es necesario quemar para echarlas a andar. Por la mañana agarré un buen sitio al lado del conductor en un taxi para dar una clase, ¿no es más peligroso estar entre extraños?, créanme, la sensación es distinta a lo que nos enseñaron en la escuela. Es de día, tan solo la ilusión de que no pasará nada. Todos tenemos cara de hastío, sueño. Me despertó un ruido a las 4:12 de la mañana. Un gato en celo de mi edificio, algún vecino

malparido lo dejó vagar. Todo estaba bien antes de la 1:14 de la tarde del 19 de septiembre, en el trabajo marcamos el simulacro, me reí de la voz que sonaba por las bocinas: “puede reanudar su tlabajo”. Bromeamos del acento de la grabación. Antes de la tragedia debe existir un buen momento, esa cara de haber ganado el mundo no le gusta a nadie, salvo a la señora de limpieza que saludé en el pasillo, una persona dedicada al oficio, aprecia a los que le rodean. El regreso, infierno. Caminé desde Montes Urales hasta la colonia Centro. Miles caminando, no hay transporte, ¿metro gratis con probable réplica? Jamás. Para llegar a casa debo pasar por Bolívar, no será jamás la misma calle. Ob- servo. Se han organizado. Manos de todo tipo, delicadas, nerviosas, otras demuestran fiereza física. Allá están las vallas humanas retando la velocidad de las fábricas, pasan los bultos de ropa, medicament­os, cobijas, víveres, agua, palas, picos, cascos, guantes, botas, toallas, botiquines, algodón. Las fuentes oficiales hablan de catorce personas atrapadas, ¿la probable realidad?, personas rescatadas hablan de más de 120 veinte personas bajo los escombros del número 168 de la calle de Bolívar. El edificio con fachada de cristales color humo se derrumbó en tres segundos o menos. Las vecinas que están en un improvisad­o puesto ofreciendo comida, café y agua, aseguran que ya sacaron a la esposa del dueño de una de las empresas del inmueble, José Lee, chino. Las vecinas señalan a otras de las supuestas dueñas, ¿el rostro?, sin emociones.

En el 168, operaba una empresa china, mexicana, coreana y la cuarta de un empresario de origen israelí. No detuvieron labores, no hicieron el simulacro. Mencionan que el portero es un héroe, rescató a muchas de ellas. Un puño en alto: silencio. Todos, hasta los misántropo­s, esperamos un milagro, una señal. Las brigadas piden respeto, “bajen las cámaras, podrían ser sus familiares, por favor no tomen fotos, bajen sus teléfonos”. No falta el que intenta capturar el paso de la camilla. Aplausos, lágrimas, un prolongado “México, México” estalla en la calle de Chimalpopo­ca, la ambulancia se abre paso, alguien palmea mi espalda, en una situación cotidiana me apartaría bruscament­e o tiraría un golpe a la mandíbula, extiende una botella de agua, sonrío. Es 19 de septiembre de 2017, una mujer es rescatada con vida. Alguien levanta otra vez el puño, ¿vivo o muerto?, imposible saber, los rostros reflejan angustia, esperanza.

Se han organizado. Manos de todo tipo, delicadas, nerviosas, otras demuestran fiereza física. Allá están las vallas humanas

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Avenida Zapata casi esquina con Tlalpan

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