POETAS Y CASCAJO
JULIO HUBARD
Quien cree que en la conciencia —y sobre todo a solas— las cosas suceden con orden racional se equivoca groseramente: jamás supo escucharse a sí mismo. Lo que viva adentro, plural en voces e irrupciones, no responde a la voluntad diurna y vigilante. A la conciencia se le presentan los asuntos más como un derrumbe que como una edificación.
Desde el terremoto me registré en una lista como voluntario, y he traído clavado un par de recuerdos necios y en pedazos. Uno es de Esquilo; el otro, de Apollinaire.
Nunca me llamaron para irme de topo. Lo supuse desde el principio. Por eso Esquilo anduvo dándome lata con ese runrún en la cabeza: el primer coro del Agamenón, que suelta en andanada las desesperaciones de quienes no fueron a la batalla y solo pueden esperar noticias: “Los viejos chillan como buitres queriendo proteger su nido y sus polluelos. Inútil, ay, inútil cuidar las crías después de la rapiña... Todo está como está. La furia no se apaga, ni con el fuego de las ofrendas ni con las libaciones. A nosotros los viejos, nos ahuyentan de la batalla, pero no de nuestra furia, porque los viejos titubeamos, como los niños, y erramos como un sueño diurno”.
Y es lidiar con la necesidad inmediata de meter las manos donde urge, donde cuenta, y la conciencia adquirida de ya no tener las fuerzas, de ser más estorbo que ayuda. Y por eso también me machaca el recuerdo de Apollinaire: no solo por su poema Zona —el rapto místico más extraño de la historia, porque en los aviones que lo bombardeaban a él, en su trinchera, Apollinaire veía la cruz de Cristo y la religión revelada— sino por aquellas cartas que le enviaba a Lou, su pareja, y a sus amigos, en las que repite una idea rara y verdadera: es mucho peor la guerra en París que en la trinchera. En París no hay más que esperar noticias y rumiar angustia; en cambio, la batalla es “un espectáculo suprametálico y architronante”. No es intento de consolación. Es, tal cual, lo que creía: no puede pasar frente a mí la realidad desnuda sin que me halle impelido a meter las manos.
Un edificio, una construcción, es un hecho simbólico, racional. Es el orden puro. Derrumbado, es la irrupción de una realidad que no existe sino de modo ominoso: en cualquier instante, algo real, infinitamente más poderoso de lo que hayamos sido, que todas nuestras fuerzas, puede aniquilar el orden y el sentido. Esquilo quiso ser recordado como combatiente, no como poeta. Apollinaire murió con una esquirla de obús clavada en el cráneo. Gracias a ellos, y a los que acuden como ellos, los tibios atenienses o parisinos recogieron la obligación de reconstruir el sentido.