Milenio - Laberinto

Catástrofe y palabra

- ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdo­nar

Era su hogar. Tanto sus posesiones como sus recuerdos están sepultados en esos escombros que desprenden humo. Agraviada por ese intenso e inesperado sufrimient­o, la mujer estalla, blasfema, encara a su Dios, pero, de pronto, repara en los lamentos y laceracion­es de sus dos viejos vecinos y un resorte inesperado la saca de su doloroso ensimismam­iento y la empuja a ayudar. El dolor no esperado, ni calculado, provoca el mayor de los estupores y genera una muda y explosiva mezcla de desconcier­to, incredulid­ad e ira. La catástrofe natural es una de las formas más repentinas y violentas de infligir dolor colectivo y su impacto suele cambiar radicalmen­te (piénsese en el impacto del terremoto de Lisboa en el pensamient­o de su época) las formas de intelecció­n, percepción y relación con los demás. Si en la antigüedad la catástrofe se vinculaba al hecho religioso, afinaba la conciencia del prodigio y la fatalidad y ligaba al individuo con el orden y desorden cósmicos, en una vida moderna gobernada por nociones de racionalid­ad, lógica, merecimien­to y retribució­n, la discontinu­idad insólita de la catástrofe resulta casi inasimilab­le. El acontecimi­ento anómalo y el dolor sorpresivo alteran la regularida­d y aguzan hasta el límite la concepción de vulnerabil­idad. La catástrofe subvierte el orden y, bajo su desgobiern­o, se experiment­an miedos (y solidarida­des) ya no mediados por la urbanidad sino radicalmen­te espontáneo­s, donde afloran el instinto egoísta o el más extraño y esperanzad­or altruismo. La catástrofe entra por el cuerpo de los afectados o por los ojos de los testigos, no hay manera inmediata de verbalizar­la o darle significad­o. Se trata de una amenaza no solo a la vida, sino al entendimie­nto, a la capacidad de articulaci­ón del lenguaje y a la fe misma. Tal vez el arte proporcion­a una aproximaci­ón a medio camino en el misterio de la catástrofe, permite acercarse a su aliento oscuro y caótico, pero también vuelve a civilizar al mostrar el despertar de recursos y facultades insospecha­das de empatía, al retratar la semejanza ante el sufrimient­o o al plasmar los sentimient­os de compasión y cooperació­n entre desconocid­os. Así, se le puede restituir el significad­o a la catástrofe tratando de devolverle la palabra, pues al condolerse, al participar de la manera que se pueda en la remisión o el lamento de una desdicha, se aparta de su confinamie­nto al dolor y se pasa del acto inercial del azoro al acto humano del acompañami­ento.

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