Ver al Diablo
Con Detrás de las palabras, Francisco Segovia nos ha entregado una reflexión alrededor del acto múltiple de la traducción y sobre aspectos diversos del valor y la construcción de los diccionarios. En todos los capítulos del libro vemos experiencia y conocimiento acumulado —lástima que la portada sea fea e imposible de leer—, de tal forma que a lo largo de todo el texto nos sentimos enriquecidos. Además, Segovia aborda estos grandes temas, tan propios de académicos y tantas veces expuestos en un lenguaje duro y poco atractivo, con soltura avezada. De pronto, nos vemos, sin ninguna incomodidad, metidos y divertidos en los problemas peliagudos de la traducción o de las políticas de la lengua. Todo sucede en un tono de charla. Así, podemos sentir que nosotros también hemos compartido la faena minuciosa de pensar cómo es posible que el Homero griego sea al mismo tiempo el Homero mexicano, Homero en Cuernavaca —como dijo Alfonso Reyes—, y por qué las diferencias para nombrar una misma cosa con sonidos distintos, con lenguas diversas, tiene que ver, si no con el Padre solitario del principio —de quien Eduardo Lizalde hizo un retrato increíble en “Gran canario”—, sí al menos con las metáforas narrativas contenidas en la Biblia y en otros textos sagrados. Y aquí es donde el libro de Segovia adquiere una singularidad especial o, mejor dicho, una singularidad creativa. Detrás de las palabras más que una colección de estudios sesudos es un verdadero texto literario y, además, una obra que nos cuenta historias y, a veces —como ya dije—, historias divinas. La referencia al mito búlgaro de Dios y el Diablo —reseñado por Mircea Eliade en Mefistófeles y el andrógino— permite a Segovia, en “Yo, traductor”, volver a contar el cuento estupendo de que el Diablo es la sombra de Dios y profundizar en el hecho de que cuando estas dos entidades originarias se reconocen —cuerpo que proyecta y cuerpo proyectado— establecen un trato donde al primero le pertenece el cielo y al segundo la tierra. Segovia, con mucho ojo de buen lector y la agudeza del escritor, nos señala que “lo más misterioso de este mito es el pacto”, es decir —nosotros añadimos siguiendo a Segovia—, la constitución de un hecho legal y, con ello, también nos deja adivinar ese otro acto enigmático: de las leyes emergieron los moldes del derecho, la poesía y la filosofía apoyadas, después, en la retórica. En ese nudo se confunden legalidad, lenguaje y pensamiento. En este sentido Segovia apunta: “Es notable que el primer diálogo que atestigua el mito implique no solo la preexistencia de un lenguaje sino también la de una ley”. Lo peculiar de esta historia es que Segovia ha llegado al otro lado de una lengua (el ruso), que no conoce, en coordinación con Selma Ancira, que sí la conoce, desde el mundo microscópico de sílabas, acentos y rimas. La forma, el molde, el sonido —versificación y retórica—, le han permitido, con el apoyo de otras lenguas, ver —por decirlo así— el cuerpo de Dios y su sombra, la otra lengua, el Diablo.