Sara Bernhardt en el seminario
La divina ilusión representa a un grupo de niños violentados sexualmente por pastores de la Iglesia católica en Canadá
Apoyamos en estos momentos desde nuestra trinchera, dice Pilar Boliver, de pie sobre el escenario, al término de la función de La divina ilusión, que al cumplirse ocho días del temblor del 19 de septiembre retomó su temporada y donará lo recaudado en taquilla el martes 27 para los damnificados del sismo que dividió a los teatreros entre quienes se integraron a brigadas de toda índole para ayudar en centros de acopio, en albergues y en edificios derrumbados, y quienes afirman que hacer teatro es lo que urge en estos momentos aciagos.
La Capilla se abre de nueva cuenta a una obra de Michel Marc Bouchard, autor canadiense de cuya dramaturgia se ha ocupado Boris Schoemann desde hace ya varias décadas, como lo hemos visto con Los endebles, que da nombre a su compañía, además de El camino de los pasos peligrosos, La historia de la oca, Las musas huérfanas, Tom en la granja y Bajo la mirada de las moscas.
Bouchard, quien generalmente escribe obras en las que desgaja el dolor incrustado en el núcleo familiar, amplía más el entorno y en La divina ilusión se enfoca, además, en el abuso cometido por los representantes de la iglesia católica desde al menos 1905, en Montreal, cuando la actriz francesa Sarah Bernhardt acudió con su compañía a dar tres funciones de una pieza adaptada por ella sobre una joven que sufrió abuso sexual.
La obra, que sucede en un seminario, una fábrica de calzado y un teatro, plantea la explotación obrera, que incluye niños, el permanente abuso sexual de los miembros de la iglesia y el chantaje que éstos practican para salvaguardar su credibilidad. Son acciones que se hacen públicas con la presencia de la llamada “reina de la postura y princesa del ademán” en Canadá.
La delicada contundencia de Schoemann para abordar desde la traducción y la dirección este complejo texto, pleno de subtextos, humor negro y crueldad, se enriquece al conseguir mantener el equilibrio a lo largo del doble juego que propone el autor, que enfrenta teatro y religión, en un inteligente duelo de paradojas.
Eficazmente resuelto el espacio escénico por Fernando Flores Trejo, quien juega con las posibilidades de cuatro alargadas mesas y utiliza estos elementos para construir el dormitorio del seminario y el camerino de la legendaria actriz, los distintos ámbitos trasladan al espectador a una atmósfera de opresión y ocultamiento, que por momentos abre lugar a la confesión, la renovación y al sedimento de la tragedia.
El elenco, integrado por Pilar Boliver, Miguel Conde, Miguel Corral, Dali González, Gabriela Guraieb, Olivia Lagunas, Constantino Morán, Carmen Ramos, Servando Anacarsis Ramos, Eugenio Rubio y Mahalat Sánchez, conjuga con buenos resultados artísticos la diferencia de edades, formación y trayectorias, de modo que el conjunto realiza una labor depurada que introduce gentil y ágilmente al espectador en una época de terror que se reproduce en la actualidad, con distinta vestimenta.
Un delicioso y divertido juego entre el personaje de la actriz que dominó los escenarios durante 50 años y el joven admirador que intenta ser dramaturgo permea la obra a través de una gozosa y entrañable crítica al arte teatral y las formas de concebirlo, representarlo y dignificarlo en la ficción, justo en este momento en el que sus hacedores se dividen en México, aunque en el fondo persigan una reconstrucción total del país, de sus habitantes, de sus moradas, y, al mismo tiempo, la demolición de una clase política carcomida por una corrupción que ha hecho metástasis.