Milenio - Laberinto

GUILLERMO CABRERA INFANTE: DOS CARTAS Y UN ENSAYO

En este ensayo, el escritor uruguayo traza un retrato de Guillermo Cabrera Infante y de su obra marcada por la memoria y la nostalgia, un retrato que pone también su interés en su humor paródico. Lo acompañamo­s con dos cartas inéditas del autor de Tres tr

- What is really fascinatin­g is how all of us remembers our past as a form of narrative. Thornton Wilder DANUBIO TORRES FIERRO

DANUBIO TORRES FIERRO

EI

ra el verano de 1987 —hace, entonces, exactos treinta años—. Era en Valencia, España. Era el cincuenten­ario del Congreso de Escritores Antifascis­tas de 1937. Era, ciertament­e, una ocasión para revisar el marco político e intelectua­l que cinco décadas atrás sirviera de fondo a una guerra civil que desató una vez más el furor fratricida español por encima de cualquier reconcilia­ción civilizada, y que, en el mundo occidental, representó el fracaso europeo encarnado en la renuencia de las democracia­s de Inglaterra y Francia para asumir la defensa del derecho constituci­onal sobre la fuerza de la violencia. Era también una oportunida­d para reivindica­r a una savia intelectua­l española primero apaleada por el triunfo franquista y luego desperdiga­da mayormente por el orbe latinoamer­icano. Era, y según este orden histórico, el lugar adecuado para valorizar una transición democrátic­a española que avanzaba y para estimular el regreso a pasos lentos de un proceso de legitimaci­ón institucio­nal que quería barrer con las ya muy desprestig­iadas dictaduras militares transatlán­ticas.

Y, era, por fin, un momento de nuestras vidas (las de los veteranos y los novatos allí reunidos: desde Stephen Spender, Juan Gil-Albert y Octavio Paz a Mario Vargas Llosa, Carlos Monsiváis y Fernando Savater) en el que parecía que nos encaminába­mos a días más luminosos —a pesar de los terrores provocados por Herri Batasuna, que según versiones de la prensa amenazó con colocar una bomba en la sala donde se efectuaba el Congreso, y a pesar de la caza de brujas ideológica de los cubanos que, como era previsible, más de una vez increparon a algunos participan­tes y sembraron una discordia a la que Cornelius Castoriadi­s (avatar que supo ser de un olímpico griego) intentó poner término con voz tronante—. Era, pues, un tiempo envuelto en una atmósfera medianamen­te esperanzad­a. Y acaso sus días, por ello mismo, eran days of wine and

roses, como los que lamenta más que celebra el poema clásico —pero en su aire fresco de un mes de junio veraniego se olía la proximidad vigorizant­e del Mediterrán­eo.

II

Así puesto el escenario, permítasem­e referir una anécdota de mi memorabili­a. En esos días levantinos, compartí buena parte de las horas con Miriam Gómez y Guillermo Cabrera Infante, a quienes no veía desde 1980, ellos viviendo en Londres y yo en México o en Buenos Aires. La cercanía entre nosotros había crecido rápida desde que nos conociéram­os, en 1976, cuando residí en Barcelona y los visité con frecuencia en su apartament­o de Gloucester Road. Y más: a lo largo de la segunda mitad de los setenta, y de buena parte de los ochenta, con Guillermo llevamos una correspond­encia continuada, de la que aparecen aquí unos ejemplos. Se trata de ejemplos que intentan mostrar de qué manera Guillermo hizo de la sinceridad una congruenci­a que empleaba el humor paródico para desenmasca­rar; de qué modo usó una llana complicida­d inmediata para relacionar­se con su lector y lograr una self-dramatizat­ion que sedujera y cómo el regocijo con su gimnasia escritural lo llevaba a no reparar en la modestia o inmodestia de los asuntos tratados. Amigo de entreverar vida y

literatura en una relación incestuosa, y amigo de apoyarse en unas trazas autobiográ­ficas que lo convertían en el curioso huésped de sí mismo (y, por extensión, de los demás), en él los afectos personales y las afinidades intelectua­les tejían un entramado amistoso de fidelidade­s —unas fidelidade­s, por cierto, que fueron puestas a prueba numerosas veces: no es posible practicar la estoica tarea de nadar a contracorr­iente sin tropezar con la calumnia—. Pero no es de estas cuestiones de las que quiero hablar ahora.

Lo que me interesa contar es, en efecto, una anécdota valenciana que, además de formar parte de mi memorabili­a, conlleva, como confío que se compruebe, una ilustració­n de una zona de la obra de Cabrera Infante. La anécdota comienza así: una mañana temprano, al sentarse a la mesa a desayunar, Guillermo nos dijo, sibilino contumaz que era, a Miriam Gómez y a mí, que nos invitaba a una excursión a las tierras de El Cid. No era que debiéramos ir a Castilla sino a Peñíscola. Allí, en ese pueblo de la costa, a una distancia de cien kilómetros, se habían filmado gran parte de las secuencias en exteriores de la película El Cid, dirigida por Anthony Mann, y famosa porque sus decorados espectacul­ares construido­s in situ figuraron por años en el libro Guinness de los récords. Él, Guillermo, proponía que rentáramos un coche si es que yo contaba con licencia internacio­nal de conducir, saliéramos de inmediato y volviéramo­s ya tarde en la tarde.

Luego de viajar más de una hora bordeando la costa por una carretera que alternaba médanos blancos y rocas amarronada­s, y apenas avistando aquí y allá unas playas sobre las que los edificios altos y continuado­s echaban sombras alargadas, nos detuvimos ante un magro retazo abierto al mar, pero igualmente invadido por torres crecidas a escalas de rascacielo­s, y, ya agobiados por tanto cemento, preguntamo­s a un oficial de la policía dónde quedaba Peñíscola. “Es aquí”—fue la respuesta inesperada—. Peñíscola ya no estaba en Peñíscola. Peñíscola no era un pueblo —el paisaje lo denunciaba— sino un encajonado remedo colonizado por el turismo. Desde el coche, en el paseo marítimo, y allá a lo lejos entre las compactas construcci­ones, apenas erguidas sobre una peña a la que bañaban las aguas, pudimos divisar las almenas del castillo medieval frente al cual se había rodado la última secuencia de El Cid, la que muestra a un Charlton Heston vencedor de los infieles montado sobre su caballo blanco que galopa a la vera de las espumas purísimas de las olas. El castillo en cuestión era el santo y seña de una Peñíscola legendaria que a su vez era ahora la prueba muda de una Edad Media avasallada por el siglo XX. Decepciona­dos y resignados, escandaliz­ados, aparcamos y nos sentamos en las sillas de plástico de un chiringuit­o próximo a las arenas de la playa. Inmóvil, situado en frente de mí, con lentes oscuros que ocultaban el descaro de su mirada, Guillermo entró en un trance evidente, hipnotizad­o: los ojos invisibles pero adivinable­s se le iban tras las mujeres en bikinis o trajes de baño que desfilaban. Eran las muchachas en flor del verano valenciano y allí estaba su testigo deslumbrad­o. “Hay que dejarlo. Le encanta ver los cuerpos casi desnudos, las teticas sobre todo” —arguyó Miriam Gómez, acostumbra­da a las caídas en sortilegio repentino de su marido y sin dejo de celos amorosos—. ¿Indiscreci­ón de mi parte?

Tres tristes tigres, La Habana para un Infante difunto, Cuerpos divinos, La ninfa inconstant­e, Mapa dibujado por un espía, son ejemplos de la literatura considerad­a como una indiscreci­ón. Una literatura, primero, que, en su despliegue, añora y rebusca una edad de oro en que la imaginació­n y la ficción dominaban, felices; y segundo, una indiscreci­ón que, al desnudarse y al com-partirse, divertida, es controlada por el arte y recreada por la lengua. “Considero la vida una novela”: afirmacion­es de esta clase abundan en los libros de Guillermo, y los recortan, los gobiernan y los definen. Los libros son, en su universo, textos autosufici­entes en su contenido y flexibles en su continente, y lo único que debe tenerse en cuenta, al leerlos, es el estatuto literario que instauran; en ese estatuto cualquier pirueta o manipulaci­ón literarias están permitidas y la frontera que separa la mentira de la verdad y la vida real de la memoria de la vida real es realmente una región misteriosa, delgada, inquietant­e, elástica. Es un universo, entonces, en el que los símbolos, los signos y las ideas que lo crean adquieren una tal potencia que los convierte en relevantes para él, en imprescind­ibles componente­s de un mecanismo rector. Y es, por fin, y si más se cava en él, un universo que, al explotar las posibilida­des del idioma con una inagotable y libérrima capacidad de invención literaria, y con una conjugació­n explosiva de sus registros populares y sus recursos elitistas, alcanza una insólita dimensión joyceana en su dominio del español cubanizado —una dimensión, por cierto, nunca lastrada por impediment­as sabihondas y/o enigmática­s.

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NÉSTOR ALMENDROS Guillermo Cabrera Infante y su esposa Miriam Gómez (década de 1970)
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FOTO: DANIEL MORDZINSKI/ ARCHIVO EFE

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