El gran combate
La muerte de Fernando de Szyszlo a la, para él, temprana edad de 92 años, nos deja una estela de imágenes y frases a las que aferrarnos. Nacido en 1925, en Lima, hijo de Vitold de Szyszlo, un biólogo polaco que estudió la flora y fauna peruanas, y de María Valdelomar, hermana menor del gran cuentista Abraham Valdelomar, De Szyszlo heredó tanto la disciplina de su padre como el culto a la fantasía de su familia materna. Vinculado a México por el matrimonio de su hermana Juana con el Premio Nobel Alfonso García Robles, fue además, junto con su primera esposa Blanca Varela, amigo de la juventud de Octavio Paz durante el periodo en el que ambos estuvieron en París, a fines de los años cuarenta. El recuerdo de las fiestas con guitarra y bailes de mambo con los amigos latinoamericanos de entonces aparecían muchas veces en la conversación de Blanca y Gody, como lo llamábamos con cariño.
Siempre supo que el arte solo puede lograrse en un intento encarnizado y coherente por quebrar los límites. Fue un luchador comprometido con su vocación y con su país, de cuyas imágenes costeñas y andinas se nutría. No había otra vida que la de la creación. Cuando se sentía recuperado de alguna dolencia me comentaba siempre: “Estoy trabajando”. Sus cuadros dramatizan una danza radical entre el erotismo y la muerte. Sus formas afiladas (rojos y negros, azules y amarillos) siempre aluden a la danza radical de los extremos. La idea del combate era un epicentro. Definía un cuadro como el despojo de una batalla, los restos en la búsqueda del cuadro perfecto. También afirmaba que cada cuadro es el homicidio de un sueño pues toda obra artística es la sustitución concreta de una visión. Gran aficionado a la literatura —Saint John Perse, D. H. Lawrence, Vallejo, eran algunos de sus autores—, siempre participó en la batalla por los valores de la sociedad en la que vivía. Su relación con Mario Vargas Llosa (ambos decían del otro que era su mejor amigo) se cimentó en la lucha cívica.
Comprometido con el combate, había aprendido también que el humor, la tolerancia y las sutilezas de los afectos eran necesarios para vivir y entender la vida. Su autobiografía, Una vida sin dueño (Alfaguara), es, entre otros muchos libros, una historia de amor a su segunda esposa, Lila Yábar. Después de un accidente casero, Gody y Lila fueron encontrados el lunes pasado en el piso con las manos entrelazadas. No se me ocurre un final más adecuado para un amor entre las luces y las sombras.