Milenio - Laberinto

HEINRICH BÖLL: 100 AÑOS

Celebramos 100 años del autor de Opiniones de un payaso (21 de diciembre de 1917-16 de julio de 1985) con un cuento que forma parte de la antología Las ovejas negras. Cinco instantáne­as literarias (Fundación Heinrich Böll/ Pollo Blanco, 2017) y dos acerca

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LOREL MANZANO, MARCO LAGUNAS

El sótano de la casa donde vivíamos antes lo tenía alquilado un comerciant­e llamado Baskoleit. En el pasillo siempre había cajas de naranjas, olía a la fruta podrida que Baskoleit dejaba allí para el señor de la basura. A través del cristal esmerilado escuchábam­os a menudo su vozarrón de prusiano oriental lamentándo­se de los malos tiempos. Pero en el fondo de su corazón, Baskoleit estaba contento: sabíamos muy bien, como solo los niños saben esas cosas, que sus gritos eran un juego, también sus insultos; muchas veces, subía los pocos escalones que van del sótano a la calle con las bolsas llenas de manzanas o naranjas y nos las aventaba como si fueran pelotas.

Pero lo más interesant­e de Baskoleit era su hija Elsa. Quería ser bailarina, todos lo sabíamos. Quizá ya lo era: practicaba muy seguido en un cuarto del sótano pintado de amarillo, junto a la cocina de su padre. Era una muchacha rubia, pálida y delgada, se paraba de puntitas, vestida con un maillot verde. Por largos minutos se movía como cisne, giraba sobre la punta de su pie como un torbellino, saltaba y daba volteretas. Desde la ventana de mi habitación podía verla cuando era de noche: a través del marco amarillo de la ventana, veía su delgado cuerpo, vestido de verde, el rostro pálido y tenso. En ocasiones, al saltar, su rubia cabeza golpeaba el foco desnudo que colgaba del techo, éste se bamboleaba, ampliando por unos momentos su círculo de luz amarillent­o hasta el patio gris. Había gente que desde el patio le gritaba “¡Puta!”. Yo no sabía qué era una puta. Había otros que gritaban: “¡Puerca!”. Aunque yo creía saber qué era una puerca, no podía creer que Elsa tuviera alguna relación con eso. Se abría la ventana de Baskoleit y aparecía entre el vapor de la comida frita su cabezota pelona, y junto con la luz de la ventana abierta, caía al patio oscuro un torrente de insultos, que yo no entendía. Pronto apareció en la habitación de Elsa una gruesa cortina de terciopelo verde que ya no dejaba pasar ni un poco de luz hacía afuera. Cada noche, yo contemplab­a aquel rectángulo de luz opaca y la veía, aunque en realidad no podía verla: Elsa Baskoleit con su maillot verde, delgada y rubia, flotando unos segundos bajo el foco desnudo.

Poco después nos mudamos, crecí, supe lo que era una puta, creía saber qué era una puerca, conocí bailarinas, pero ninguna me gustó tanto como Elsa Baskoleit. No volví a saber de ella. Nos fuimos a otra ciudad, vino la guerra y fue tan larga. Ya no pensaba en Elsa Baskoleit, tampoco la recordé cuando regresamos a nuestra vieja ciudad. Probé diversos oficios, hasta que me convertí en chofer de un mayorista de frutas; conducir un camión era era lo único que realmente sabía hacer. Todas las mañanas me daban una lista, cajas con manzanas y naranjas, canastos con ciruelas, y me lanzaba a la ciudad.

Un día, mientras estaba en la rampa donde cargaban el camión, comproband­o lo que el encargado del almacén metía en él con la lista que yo tenía, salió el revisor de una cabina recubierta de anuncios de plátanos y preguntó al encargado: —¿Podemos surtir a Baskoleit? —¿Pidió algo? ¿Uvas negras? —Sí —contestó el revisor y miró asombrado al encargado mientras se quitaba el lápiz de detrás de la oreja.

—De vez en cuando —dijo el encargado— pide alguna cosa, uvas negras, no sé por qué, pero no lo podemos surtir. Vamos, apúrense —dijo a los empleados de batas grises.

El revisor volvió a su cabina y yo, yo dejé de vigilar si verdaderam­ente cargaban lo que figuraba en mi lista. Vi el recorte rectangula­r y luminoso de la ventana del sótano, vi bailar a la delgada y pálida Elsa Baskoleit vestida de verde cardenillo. Aquella mañana emprendí un recorrido distinto del que tenía mandado hacer.

De los faroles de cuando jugábamos nosotros solo quedaba uno y sin globo, la mayoría de las casas estaban destruidas y mi camión avanzaba dando tumbos entre profundos baches producidos por las explosione­s. En aquella calle que antes parecía una colmena de niños solo había uno, un muchacho moreno y pálido, sentado en un muro derruido, dibujando figuras en el polvo blanquecin­o. Levantó la mirada cuando pasé, pero luego dejó caer la cabeza de nuevo. Al llegar delante de la casa de Baskoleit, detuve el camión y me apeé. Los pequeños escaparate­s estaban llenos de polvo y el cartón verdoso, negro de suciedad. Seguí con la mirada la fachada compuesta, abrí tímidament­e la puerta de la tienda y bajé despacio. Olía mucho a las hierbas húmedas para sopa, que se encontraba­n grumosas en un cajón cerca de la puerta; luego vi de espaldas a Baskoleit. Vi su cabello canoso asomándose por debajo de la gorra, y me di cuenta de lo pesado que le resultaba verter vinagre de una gran tinaja a una botella. Por lo visto no acertaba a colocar la espita, el agrio líquido se resbalaba por los dedos, y en el suelo se había formado un charco, una región pútrida y maloliente en la madera que rechinaba bajo sus pies. Junto al mostrador había una mujer flaca con un abrigo rojizo que lo miraba indiferent­e. Por fin pareció

tener llena la botella, la tapó, y yo repetí lo que ya había dicho desde la puerta, dije en voz baja: —Buenos días. Pero nadie me contestó. Baskoleit puso la botella sobre el mostrador. Estaba pálido y sin afeitar; miró a la mujer y dijo: —Mi hija murió… Elsa… —Ya lo sé —dijo la mujer—. Ya hace cinco años que lo sé. Necesito también detergente en polvo.

—Mi hija murió —dijo Baskoleit y miró a la mujer como si fuera algo reciente, la miró desconsola­do, pero la mujer dijo: —Del de granel… un kilo. Y Baskoleit sacó de debajo del mostrador un recipiente oscuro, hurgó en él con una palita, y con sus manos temblorosa­s ayudó a meter la masa grumosa y amarillent­a en una bolsa gris. —Mi hija murió. La mujer no contestó. Miré a mi alrededor y no vi más que paquetes de fideos cubiertos de polvo, la tinaja de vinagre cuya espita goteaba lentamente, el detergente y un cartel de hojalata con un muchacho rubio y sonriente comiendo un chocolate que ya hacía años no se fabricaba. La mujer metió la botella en la red, colocó el detergente al lado, echó un par de monedas sobre el mostrador, y al volverse y pasar a mi lado, se tocó la sien con la punta del dedo y me sonrió.

Pensé en muchas cosas, pensé en cuando era tan pequeño que la nariz no me llegaba siquiera al borde del mostrador, mientras que ahora miraba sin dificultad por encima de la caja de cristal que llevaba el nombre de una fábrica de galletas y que solo contenía ya bolsas polvorient­as de pan rallado. Por un momento me sentí encoger, tener la nariz debajo del sucio mostrador, sentir las monedas para dulces en mi mano, vi bailar a Elsa Baskoleit, oí gritar a la gente del patio “¡Puta!” y “¡Puerca!”, hasta que la voz de Baskoleit me despertó. —Mi hija murió. Lo dijo automática­mente, casi sin sentimient­o. Estaba junto al escaparate mirando a la calle. —Sí. —Murió —dijo Baskoleit. —Sí —repetí. Él se volvió de espaldas con las manos en los bolsillos de su bata gris, llena de manchas.

—Le gustaban las uvas… sobre todo las negras, pero murió.

No me dijo: “¿Desea usted algo?” o “¿En qué puedo servirle?”. Estaba cerca de la tinaja del vinagre, junto al escaparate, y decía: —Mi hija ha muerto, o murió —sin mirarme. Parecía que yo llevaba una eternidad ahí, perdido y olvidado, mientras que a mi alrededor transcurrí­a el tiempo. No pude arrancarme aquel sortilegio hasta que entró otra mujer en la tienda. Era pequeña y regordeta, sostenía la cesta de la compra delante del vientre y Baskoleit se dirigió a ella diciendo: —Mi hija murió. La mujer contestó: —Sí —de pronto se echó a llorar y añadió–: deme detergente en polvo, por favor. Del de granel, un kilo.

Y Baskoleit pasó detrás del mostrador, hurgó con el librador en el recipiente. La mujer seguía llorando cuando me fui.

El muchacho pálido y moreno que antes estaba sentado sobre un muro derruido se hallaba ahora en el estribo de mi camión, observando atentament­e el tablero de manos, metió la mano por la ventanilla abierta y le dio al intermiten­te de la derecha, luego al de la izquierda; se asustó al verme de pronto a su lado. Lo agarré del brazo, miré su cara pálida y asustada, tomé una manzana de las que había en el camión y se la regalé. Me miró asombrado cuando lo solté, tan asombrado que yo mismo me asusté y tomé otra manzana, y otra, y se las metí en los bolsillos, bajo la chaqueta, muchas manzanas, antes de subir al camión y marcharme de ahí.

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