Tres sonidos
El tenor mexicano Mauricio Trejo O’Reilly protagonizará el 28 de enero una versión a piano de Parsifal, que organiza la Met Opera en el Lincoln Center
El encuentro entre Mauricio Trejo O’Reilly y Parsifal, que ha sucedido con el misterio inexorable del destino, es una larga historia cuyo inicio es un sonido incompleto: su voz, cuando tenía 20, brillaba en el agudo —efímero–amarillo–iridiscente— y al descender hacia colores más oscuros desaparecía de repente; simplemente dejaba de existir, como fuego de una fogata a la que le echas agua.
Lo becó SIVAM, se graduó de la Manhattan School of Music, protagonizó en la Santa Fe Ópera la zarzuela de José Serrano La Dolorosa (2001) y fue contratado por Sony para ser parte del proyecto American Tenors. De alguna manera había encontrado sus graves y en ciertas funciones presumía ser dueño de un sonido completo y abundante, pero era una impresión falsa: se trataba de un sonido construido sobre la marcha con habilidad, evasiones y mañas. Un sonido proveniente de la angustia y la prisa, que terminaría por consumirse en su propia impureza, como cualquier mentira.
El sistema mentía: ¡Mauricio!, ya casi tienes 30; canta todo lo que te llegue, no puedes perder el tiempo con dudas, la edad es inclemente con los tenores. Los maestros mentían: qué pasión en tu Pinkerton, qué Canio más salvaje, has encontrado tu camino: repertorio italiano dramático, el verismo y lo romántico más pesado.
Pero su voz aún era una existencia increada; ésa era la única verdad en su vida artística. Una verdad que ensayo tras ensayo, papel tras papel, frase tras frase, coloratura tras coloratura, latía al fondo de su canto. Entonces, en Suiza —durante su estancia en Opernstudios Zurich—, Mauricio Trejo O’Reilly cantó para Francisco Araiza y Francisco Araiza —el Lohengrin de Thielemann, el Tamino de Karajan— le dijo: “tu canto tiene una obligación: Wagner”.
Wagner, en el drama musical, es el amor nocturno que debe ser aniquilado porque sus besos son tan intensos que ponen en riesgo la estabilidad del universo. Y Wagner, como obligación vocal, es un sacrificio sonoro hacia la destrucción y el heroísmo, hacia la eternidad y el abandono.
Entonces Mauricio Trejo O’Reilly renunció al teatro. Pasó diez años —los treinta, que en la frenética cultura inmediata de la ópera moderna es, de los tenores, la década dorada— sin contratos, luces, audiciones o disfraces. Se recluyó en las montañas de Italia, dio clases de música a niños neoyorquinos y tuvo un hijo. Oculto, sin prisa, encerrado en sí mismo, cultivó su voz privada: la que brota inmensa desde las vísceras sin necesidad de forzarla. Y su voz brotó ágil e incontenible. Una penetrante voz melodiosa. Una bronceada voz latina de proporciones wagnerianas.
Cuando, tras haber desaparecido por tanto tiempo, Mauricio Trejo O’Reilly cantó de nuevo en un escenario, la Wagner Society of New York le dio un premio (2013) y lo reclutó para encarnar al último héroe que Wagner creó: Parsifal, que cantará —junto con la soprano Leah Crowne como Kundry y el barítono John Dominick III como Amfortas— en una función a piano organizada por la Met Opera el 28 de enero en el Bruno Walter Auditorium del Lincoln Center.
Tan cerca del estreno, a Mauricio Trejo O’Reilly lo obsesiona la entrada de su Parsifal, esos tres sonidos definitivos: confiesa haber disparado su arco contra el cisne sagrado (“cierto, lo cacé cuando volaba”); se justifica en la ignorancia (“yo no sabía nada”); intenta estrangular a la hermosa mujer que le dice: “Tu madre está muerta, Parsifal”.
Tres sonidos —y ahí está la historia de la ópera para demostrarlo— de los que ya no hay regreso una vez que han sido cantados. Tres sonidos; brutalidad, inocencia y valentía. Tres sonidos.