MERCEDES MONMANY
Ya sabes que volveré, el nuevo libro de la crítica literaria Mercedes Monmany, recupera la memoria de Ester Hillesum, Gertrude Kolmar e Irène Némirovsky, escritoras que murieron en lo que hoy es ese campo–símbolo del odio al Otro: Auschwitz
Ya sabes que volveré (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017, 180 pp.), el estudio que Mercedes Monmany dedica a la obra de la joven diarista holandesa Ester Hillesum, la poeta alemana Gertrud Kolmar y la célebre novelista francesa Irène Némirovsky desde su destino ejecutado en el vórtice negro de la Shoá, no solo da continuidad al decurso de los testimonios que han ido ampliando entre nosotros la imposible imagen de la aniquilación inconcebible, sino que en el centro de ese vórtice destaca, como tenue luz que al cabo todo lo abraza, y a pesar de las diferencias de origen y sensibilidad literarias, la entereza moral y la compasión de estas escritoras, de su estar en presencia verdaderamente con los otros, de una suerte de “plenitud del hombre consciente”, en palabras de Edith Stein, la discípula de Husserl que, como es sabido, también fue víctima de la maquinaria burocrática del exterminio. Ya sabes que volveré es asimismo una reivindicación, un “homenaje a todas esas mujeres intelectuales” cuya obra ha sido ocultada por la celebridad de otros nombres, casi siempre de hombres, y que no ha merecido la atención debida a su talento. Tres escritoras que “fueron asesinadas, en diversos momentos, en lo que hoy es ese campo–símbolo, el más criminal de todos en número, el más fotografiado y el más visitado en nuestros días: Auschwitz”.
Este breve libro se desprende del monumental atlas o compendio de la literatura del continente que Mercedes Monmany publicó en 2015, Por las fronteras de Europa, y es epítome de una de sus principales, si no la principal de su preocupaciones: buscar “en la literatura la desmitificación de la maldición de quienes afirman su identidad mediante el rechazo y el odio hacia el Otro, situando el mal en el Otro en lugar de reconocerse y redescubrirse en el encuentro con él”, pues “la escritura es testimonio, fuga, memoria, herida, salvación”, según afirma Claudio Magris en el prólogo a ese libro precedente.
No puede dejar de señalarse al paso que Ya sabes que volveré es el más reciente de un conjunto de obras que dan continuidad a una cultura del compromiso moral que Galaxia Gutenberg ha venido publicando desde sus inicios con Seguir viviendo de Ruth Klüger, superviviente también de Auschwitz y aún entre nosotros, con los diarios de Victor Klemperer y, más recientemente, por citar solo algunos, con los monumentales estudios de Friedländer, la obra de Todorov al respecto o, en otro orden, el también reciente de Monika Zgustová, Vestidas para un baile en la nieve, testimonio de nueve mujeres que sobrevivieron a los campos del Gulag, y que bien se podría filiar como primo de éste.
La introducción, cuyo título “Esta vida es bella y está llena de sentido” es frase de Ester Hillesum y a la vez divisa que rige todo el libro de Monmany, se constituye en un destacado compendio de la literatura testimonial de la Shoá, sobre todo de la escrita por mujeres, algunas de una juventud desoladora, y de ese holocausto como cultura que asimismo perpetró “un genocidio literario europeo”. De Ilse Aichinger a Primo Levi, de Heda Margolius a Hélène Berr, de Kertész a Manea o Kiš, de Charlotte Delbo a Germaine Tillion, se interpela al lector porque, en palabras de Hannah Arendt, “sabemos que es posible, ha sucedido, puede volver a suceder”, para conminarnos: “actúa de tal manera que Auschwitz no se vuelva a repetir”, justamente porque cualquiera de nosotros puede ser uno de los próximos perpetradores. Y sin embargo, como también señala Imre Kertész, aunque “Auschwitz no es en absoluto el asunto privado de los judíos esparcidos por el mundo, sino el acontecimiento traumático de la civilización occidental en su conjunto”, trágicamente desde entonces no ha ocurrido nada que podamos vivir para refutarlo, como bien sabemos por Bosnia o por Ruanda.
En el centro de ese vórtice negro se sobrevive por azar, confiesa Germaine Tillion, por el designio iracundo de desvelar los crímenes y por “una coalición hecha por la amistad, ya que hubo momentos —nos dice— en que había perdido el deseo visceral de vivir. Estos hilos tendidos por la amistad estaban como sumergidos bajo la brutalidad desnuda de un arrasador egoísmo”. En la periferia centrípeta de ese vórtice, Mercedes Monmany analiza las cartas y el diario de 1941 a 1943 de la apenas conocida Ester Hillesum, descubiertos en los Países Bajos en los años ochenta, y revela la conmoción moral de la desinteresada entrega a los otros que su lectura nos produce: “Los instrumentos del sufrimiento poco importan, lo que al final cuenta es la manera de sobrellevar, de soportar, de asumir un sufrimiento consustancial a la vida, salvando intacto un pequeño pedazo del alma, más allá de las pruebas a las que somos sometidos”, escribe Hillesum a los 28 años, y unos meses más tarde, en 1942, cuando ya vaticina el secreto arrasamiento de la máquina del Estado nazi contra los suyos: “siempre llego a la misma
conclusión: la vida es hermosa. Y creo en Dios. Quiero estar en medio de todo aquello que la gente llama atrocidades y aun así decir luego: la vida es bella”. Monmany nos participa entonces de esa vida individual, única en sus detalles más singulares y que acaba para nosotros siendo universal (que no católica, como han pretendido los creyentes en español de esa religión al intentar apropiarse de su figura) en su compasión, una vida plena además de entusiasmo intelectual, y describe con mano segura las fuerzas que acabarán por arrojar a Hillesum al campo de transición de Westerbork y de ahí con el resto de su familia a Auschwitz en el vagón número 12.
Para Monmany el “genocidio literario” segó para la posteridad lo mejor del arte y del pensamiento europeo en unos pocos años. Sirva de ejemplo Cetonia aurata:
Es un mísero ser, es una cosa de las cosas, la esquirla, del anillo de sello de Dios, quitada por la broza.
Lo llamáis estrella de junio, que da a días azules su fulgor, yo lo llamo animal mágico, engendrado en un espíritu de flor,
que no nos vende curandero ni herborista, al que solo conoce y transmuta la suprema alquimia;
pues esto de lo que se nutre, luz y sangre de la rosa, es, lo que para él en oro verde y pardo se transforma.
Estos versos de Gertrud Kolmar (en traducción de Héctor Piccoli), prima predilecta de Walter Benjamin, es una muestra de los tres poemarios que perduran como contundente prueba de su truncado talento asimismo narrativo. ¿Podría haberse atrevido siquiera a barruntar algunos lustros antes, por ejemplo, el antisemita Blaise Cendrars cuando escribió en su homenaje a la muerte de Apollinaire en la Primera Guerra Mundial
Francesitos, mitad inglés, mitad negro, mitad ruso, un poco belga, italiano, anamita, checo Uno tiene acento canadiense, otro ojos indios Dientes cara huesos coyunturas perfil andar sonrisa Todos tienen algo de extranjero y sin embargo son muy nuestros
que bajo el totalitarismo nazi el destino de tantos poetas judíos, como el de Kolmar, sería su liquidación? “Solo me siento próxima al pasado; para mí lo irreal y lo lejano es lo que está pasando hoy. Si es verdad que no sueño, tampoco lo es que me haya llegado a despertar. Me paseo como por un mundo intermedio, que no forma parte de mí y del que yo tampoco formo parte”, escribe significativamente ella, que debió trabajar como mano de obra esclava en las fábricas alemanas, en una carta a su hermana en 1941, dos años antes de su desaparición inconmensurable a los 48 años de edad. Este libro nos da cuenta de esa “vida retirada y discreta, marcada por la abnegación y la renuncia, lejos de los círculos de intelectuales y artistas que aborrecía”, y cuya única arma acaba siendo, como siempre, la poesía, en una obra ya plenamente situada en el corazón mismo de la tradición lírica en lengua alemana del siglo XX. Monmany destaca cómo, al igual que Hillesum, Kolmar acepta trágicamente de este modo su circunstancia: “Todo el sufrimiento que ha recaído en mí y que aún seguirá recayendo, quiero tomarlo como una penitencia y será lo justo... dentro de mi ser yo estaba hecha para él y que he crecido para soportarlo y, de algún modo, para triunfar”.
Ya no cabe referirse aquí a Némirovsky, la cual cierra el volumen, pues goza de incontables lectores y además Monmany se ha ocupado muy ampliamente de su obra a lo largo de los años. Sin embargo, baste dirigir al lector a las reflexiones y preguntas que sobre la pérdida de humanidad Monmany formula al final de ese apartado, a propósito del debate producido por la obra de la novelista francesa entre la propia comunidad judía de su tiempo y de la pertinente comparación con la reacción hacia una parte de la obra de Hannah Arendt que causó en esa misma comunidad muchos años después desde Estados Unidos.
Un viejo judío viaja en el ferrocarril transiberiano de camino a Vladivostok. Lleva una maleta enorme y pesada. Entra en el primer vagón, camina por el pasillo central y toca a un viajero en el hombro:
—Disculpe, camarada, ¿es usted antisemita? —¡Claro que no! —responde el pasajero—. ¡Los judíos me caen muy bien! El viejo le da las gracias, sigue por el pasillo y toca al siguiente viajero: —Disculpe, camarada, ¿es usted antisemita? —¡De ninguna manera! ¡Algunos de mis mejores amigos son judíos! El viejo judío le da las gracias y continúa a lo largo del convoy, de vagón en vagón, y recibe parecidas respuestas. Al cabo, al final del tren, llega al último pasajero: —Disculpe, camarada, ¿es usted antisemita? —¡Por supuesto! —responde—. ¡Detesto a esos desgraciados! —¡Por fin, un hombre honrado! —exclama el viejo judío—. ¿Le importaría vigilar mi maleta mientras voy al baño?
Sirva este revelador chiste tradicional para enmarcar los persistentes “contextos culturales”: España es el tercer país con más estereotipos judeófobos de Europa, en el que once millones de personas mantienen prejuicios antisemitas, y en el cual casi la mitad de la población sostiene que ya se ha hablado demasiado de la Shoá.
Quemar los libros, acabar con el pueblo del libro. A los que estamos persuadidos de que el único país es un libro, y de que la lectura construye la ciudad interior, la conciencia, y con ella la identidad entendida como individuación, solo cabe oponernos a la barbarie que pretende subsumir el individuo en la masa. En contra del “muro de indiferencia” que denunciaba Primo Levi, del intento de acabar con cada uno, único, obras y libros como éste.
*Este texto fue leído durante la presentación de Ya sabes que volveré el 4 de diciembre, en la Librería Bernat de Barcelona.