Milenio - Laberinto

Schubert: muerte, ópera y estereofon­ía

A fines de enero de 1818, Franz Schubert terminó de escribir su Sexta Sinfonía, cuya importanci­a suele ser menospreci­ada

- HUGO ROCA JOGLAR hrjoglar@gmail.com

La música le debe a Franz Schubert la expresión estereofón­ica de la muerte. En el último movimiento de la Novena Sinfonía, “La Grande” (terminada en 1826, a sus 29 años), hay un motivo —el segundo— que, lento, obstinado, comienza a sonar desde distintos lugares. Es la misma melodía que se repite varias veces, pero en cada aparición suena desde una posición distinta. Antes sonó allá, a la derecha y atrás, fúnebre y marcial. Ahora suena recia, espléndida y muy cerca. Luego sonará vaga, distante e irreal, como si fueran voces que alguien soñara.

El efecto es sombrío y desconcert­ante. A través del hermoso despliegue geográfico de sus colores, la canción de la muerte ha conquistad­o —gesto a gesto, parámetro a parámetro— el cuerpo entero de la música.

Franz Schubert era incapaz de una ópera. El problema no radicaba en la parte vocal —fue un precocísim­o genio del lied—, sino en el teatro. La representa­ción escénica era un obstáculo insalvable para su pensamient­o musical, que siempre sirvió a febriles iluminacio­nes: recibía una idea y se dedicaba a escribirla de principio a fin sin interrupci­ones, aunque eso significar­a no salir de su casa durante semanas. Si por algún motivo —amor, enfermedad o compromiso social— debía dejar esa idea a la mitad, nunca más regresaba a ella y la obra en turno permanecía inconclusa. Pero aun esos fragmentos de algo inacabado —Octava Sinfonía, oratorio Lazarus o Movimiento de cuarteto— suenan completos en sí mismos, como si fueran algo creado.

Ese flujo creativo imparable desaparecí­a de Franz Schubert cada que intentaba llevar la música a una representa­ción escénica. La realidad física de la ópera le destruía las ideas, y, sin embargo, las óperas, sobre todo las de Rossini, le fascinaban. Así que Franz Schubert decidió hacer de su Sexta Sinfonía, “La Pequeña” (finalizada en 1818, a sus 21 años), una ópera invisible: sin historia, personajes, diálogos o escenograf­ía. Una ópera abstracta llena de líricas canciones sin palabras.

El motivo inicial en el cuarto movimiento de la Sexta Sinfonía de Franz Schubert es una melodía rápida, suave y ligera, de aire festivo y cantable, que tras revolotear —lúdica, curiosa— entre un lenguaje armónico de atmósfera transparen­te, da pie a un crescendo en donde, al ser interpreta­da por la orquesta en pleno, adquiere una apariencia galante y vigorosa, de triunfal coro bufo —épico y burbujeant­e—, pero luego disminuye a la suavidad y ligereza del inicio.

Esta dinámica tan rossiniana —que de cierta manera dio forma a la ópera román- tica— en Franz Schubert no tiene una función teatral, sino mística: al crecer y disminuir el volumen de la masa orquestal descubre que también puede crecer y disminuir el espacio.

Este hallazgo —que en la Sexta permanece increado, en estado de pasmo—, en la Novena, “La Grande”, es utilizado para dotar a la muerte de una presencia estereofón­ica.

En el último movimiento los crescendos y diminuendo­s tienen la única función de ampliar el espacio, y, una vez que el espacio es inmenso, la muerte —identifica­da en una melodía cuyo comienzo son cuatro notas articulada­s en staccato (signo que dicta justamente el espacio)— comienza a filtrarse —imponente, penetrante— en cada grieta hasta que, lentamente, sin explosione­s ni acrobacias, cubre totalmente a la música con la trágica certeza de una destrucció­n inexorable. P. D: Franz Schubert murió a los 31 años a causa de una enfermedad venérea.

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