Milenio - Laberinto

MENTIRAS

En este relato, un hijo y su madre sostienen un duelo en el que las verdades nunca son nombradas, solo sugeridas a través de un velo que amenaza con rasgarse. Como en tantas ocasiones, el escritor sudafrican­o reflexiona sobre la pertinenci­a, o no, de impo

- J. M. COETZEE

Te escribo desde San Juan, desde el único hotel que hay aquí. Esta tarde visité a mi madre —media hora de camino en una carretera sinuosa—. Su estado es tan malo como temía, y peor. No puede caminar sin su bastón, y aun así lo hace muy lentamente. No ha podido subir las escaleras desde que volvió del hospital. Duerme en el sofá de la sala. Intentó que trajeran su cama a la planta baja, pero el hombre dijo que había sido construida in situ, y no podía moverla sin desarmarla primero. (¿No era Penélope la que tenía una cama como esa —la Penélope de Homero?)

Hay un hombre llamado Pablo que le ayuda con el jardín. Le pregunté que quién hacía las compras. Dice que vive con pan y queso, además de lo que crece en el jardín, que no necesita más. De cualquier manera, le dije, ¿no podrías traer a una mujer del pueblo para que cocine y haga la limpieza? No quiere oír nada de ese tema; dice que no tiene ningún contacto con el pueblo. ¿Y Pablo?, pregunté. ¿No vive en el pueblo? Pablo es mi responsabi­lidad, me respondió. Él no es de aquí.

Hasta donde vi, Pablo duerme en la cocina. No está del todo aquí, ni allá, o como sea que diga el eufemismo. Quiero decir que es un idiota, un papanatas.

No logré abordar el tema principal —lo intenté, pero no me atreví—. Lo haré cuando la vea mañana. No puedo decir que tenga espe- ranzas. Fue fría conmigo. Sospecho que tiene desconfian­za y se ha formado una idea acerca de por qué he venido. Duerme bien. Dale mi cariño a los niños.

John “Madre, ¿podemos hablar de arreglos para tu vida? ¿Podemos hablar del futuro?”.

Su madre, sentada en su sólida y vieja butaca, sin duda construida por el mismo carpintero que hizo la cama inamovible, no dijo nada.

“Debes saber que Helen y yo nos preocupamo­s por ti, tuviste una mala caída, y solo es cuestión de tiempo para que tengas otra. No te estás haciendo más joven, y vives sola en una casa con escaleras en un pueblo en el que no tienes buenas relaciones con los vecinos. Francament­e, no parece ser una existencia viable. Ya no lo es, de hecho”.

“No vivo sola”, dijo su madre. “Pablo me acompaña. Puedo confiar en él”.

“De acuerdo, Pablo vive contigo. Pero en caso de una emergencia, ¿realmente puedes confiar en Pablo? ¿Ha sido Pablo de alguna ayuda para ti últimament­e? Si no hubieras podido llamar por teléfono al hospital, ¿en donde estarías ahora?”.

Las palabras salieron de su boca, pero él sabía que estaba cometiendo un error.

“¿En dónde estaría?”, dijo su madre. “Tú pareces tener la respuesta, así que ¿por qué preguntas? Bajo tierra, siendo comida por los gusanos, supongo. ¿Es lo que querías que dijera?”.

“Madre, por favor, sé razonable. Helen ha estado investigan­do y localizó dos lugares no lejos de donde vive en los que te cuidarían bien y en los que ella y yo creemos que te sentirías como en casa. ¿Me permitiría­s que te hable de ellos?”.

“¿Dos lugares? Por lugares ¿quieres decir asilos? ¿Asilos donde me voy a sentir como en casa?”.

“Madre, puedes llamarles como quieras, puedes burlarte de Helen y de mí, pero eso no altera los hechos —los hechos de la vida—. Sufriste un accidente serio, del cual estás padeciendo las consecuenc­ias. Tu condición no va a mejorar. Por el contrario, todo parece indicar que se pondrá peor. ¿Has pensado en cómo sería tu vida postrada en una cama en este pueblo olvidado de la mano de Dios tan solo con Pablo para vigilar tus necesidade­s? ¿Has pensado en lo que sería para Helen y para mí saber que necesitas atención y que no podamos dártela? Porque no podemos volar miles de kilómetros cada fin de semana. ¿O podemos?”. “No espero que lo hagas”. “No esperas que lo haga, pero eso es lo que tenemos que hacer, eso es lo que uno hace cuando ama a otra persona. Así que por favor escucha atentament­e mientras te doy las alternativ­as. Mañana o el día siguiente o el siguiente, tú y yo dejaremos este lugar y viajaremos a Niza, con Helen. Antes de que nos marchemos, puedo ayudarte a empacar todas las cosas que son importante­s para ti, todo lo que quieras traer contigo. Las empacaremo­s en cajas y las dejaremos listas para ser enviadas una vez que te establezca­s.

“Desde Niza, Helen y yo te llevaremos a las dos casas de asistencia que te mencioné, una es en Antibes y la otra en Grasse. Puedes echar un vistazo y ver cómo te sientes. No te presionare­mos, para nada. Si no te gusta ninguna, que así sea, puedes quedarte con Helen mientras buscamos algo más; hay mucho tiempo.

“Solo queremos que estés contenta, contenta y a salvo. Ese es el sentido de todo esto. Queremos estar seguros de que si hay un contratiem­po, habrá alguien a la mano, y tú tendrás la atención adecuada.

Ella sabe muy bien cuál es la verdad real, como yo la sé, así es que no debería ser difícil decirla con todas sus letras

“Sé que no te gustan los asilos, madre. A mí tampoco. Ni a Helen. Pero hay un momento en nuestras vidas en que tenemos que transigir entre lo que queremos idealmente y lo que es bueno para nosotros, entre nuestra independen­cia por un lado y la seguridad por el otro. Aquí, en España, en este pueblo, en esta casa, no tienes ninguna seguridad. Sé que no estás de acuerdo, pero esa es la cruda realidad. Podrías caer enferma sin que nadie se entere. Podrías tener otra caída y quedar inconscien­te, o con las extremidad­es rotas. Podrías morir”.

Su madre hizo un ligero ademán con la mano, como para descartar la posibilida­d.

“Los lugares que Helen y yo proponemos no son como los asilos de los viejos tiempos. Están bien diseñados, bien supervisad­os, bien llevados. Son caros porque no escatiman recursos en beneficio de su clientela. Uno paga, y a cambio uno obtiene un cuidado de primera clase. Si resulta que el costo es un problema, Helen y yo contribuir­emos con gusto. Tendrás tu propio pequeño apartament­o; en Grasse puedes tener un jardín chico para ti sola. Puedes tomar tus comidas en el restaurant­e o hacer que te las lleven al apartament­o. Ambos lugares tienen gimnasio y alberca; tienen personal médico a la mano todo el tiempo, y psicoterap­eutas. Quizá no sean el cielo, pero para alguien en tu condición son lo que más se le parece”.

“Mi condición”, dijo su madre “¿Y cuál es según tú mi condición?”.

Él levantó las manos, exasperado. “¿Quieres que lo diga?”, exclamó. “¿De verdad quieres que lo diga con todas sus letras?”.

“Sí. Solo por hacer algo diferente, como un ejercicio, dime la verdad”.

“La verdad es que eres una mujer vieja que necesita cuidado. El cual un hombre como Pablo no puede darte”.

Su madre sacudió la cabeza. “Esa verdad no. Dime la otra verdad, la verdad real”. “¿La verdad real?”. “Sí. La verdad real”. Querida Norma: “La verdad real”, eso es lo que pedía o quizá imploraba.

Ella sabe muy bien cuál es la verdad real, como yo la sé, así es que no debería ser difícil decirla con todas sus letras. Y yo estaba lo suficiente­mente enojado para hacerlo —enojado de haber hecho este largo viaje para encargarme de algo por lo que tú o Helen o yo mismo no recibiremo­s ninguna señal de gratitud, no en este mundo.

Pero no podía decirle. No podía decirle a la cara lo que no tengo ninguna dificultad de escribir aquí, ahora, a ti: La verdad real es que te estás muriendo. La verdad real es que tienes un pie en la tumba. La verdad real es que ya estás desamparad­a en el mundo, y mañana estarás todavía más desamparad­a, y así, día tras día, hasta que llegue el momento en que no haya absolutame­nte nada que se pueda hacer por ti. La verdad real es que no estás en posición de negociar. La verdad real es que no puedes decir NO.

No puedes decirle NO al tic–tac del reloj. No puedes decirle NO a la muerte. Cuando la muerte diga VEN, tú tendrás que agachar la cabeza e ir. Mientras, acepta. Aprende a decir SÍ. Cuando te digo: deja atrás la casa que construist­e para ti en España, deja atrás tus cosas familiares, ven y vive en —SÍ— un asilo donde una enfermera de las hermanas de la Orden de Guadalupe te despierte por la mañana con un vaso de jugo de naranja y un agradable saludo (Quel

beau jour, Madame Costello!), quita ese ceño fruncido, no seas testaruda. Di SÍ. Di: estoy de acuerdo. Di: me pongo en tus manos. Haz lo mejor posible.

Querida Norma, llegará el día en que tú y yo necesitemo­s que se nos diga la verdad, la verdad real. Así que ¿podemos hacer un pacto? ¿Podemos prometerno­s que no nos mentiríamo­s el uno al otro, sin importar cuán duro sea lo que tenga que decirse con todas sus letras, diremos con todas sus letras: esto no mejorará, se pondrá peor, y está a punto de ponerse peor cada día hasta que no pueda ser peor, hasta que ya no haya nada peor?

Tu amado esposo,

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ESPECIAL
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FOTO: POLLOBARBA

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