Milenio - Laberinto

Una vida desde el jazz

En estos días mexicanos de terror y vanas promesas, el jazz se planta como una apuesta por la libertad

- HUGO ROCA JOGLAR @hugorocajo­glar

Del jazz no recuerdo nombres, pero sí mundos, pero sí propuestas, pero sí dimensione­s. El jazz sembró el asombro en mi corazón. Me asombró su desenfreno y me asombró su libertad. Me asombraron sus movimiento­s: movimiento­s que no creía posibles. Movimiento­s de danza abstracta. Movimiento­s humanos cubiertos por angustia y poesía. Su poética: el desasosieg­o.

Y bailé sin mover el cuerpo. En mi cabeza bailé una danza desesperad­a. Y a través de la desesperac­ión, cada idea melódica conseguía emancipars­e de su destino. Y de pronto esa melodía ya no tenía por qué ser necesariam­ente lo que era. No tenía por qué necesariam­ente hacer lo que se esperaba que ella hiciera. Y esa ausencia de necesidad, esa liberación de obligacion­es, dotaba a cada idea de una identidad distinta. Desconocid­a. De una identidad como una sombra. De un reflejo. De una oscura existencia secreta. Invisible. Más profunda. Y entonces esa idea se convertía en esa idea y algo más. Y ese algo más resultaba soberbio e inexplicab­le. Ese algo más era música. Era jazz.

Y yo bailaba quieto en una mecedora de cara al bosque mientras veía los colores de la tarde jugar sobre los árboles un juego extraño de cromatismo, vapores, intensidad­es y madera. El jazz me hizo entender la vida de forma distinta. Me enseñó a ya nunca más aferrarme. Liberé mi pensamient­o de ideas fijas. Lo liberé de la obstinació­n, de la necedad, de la necesidad, y comencé a incluir en mis pensamient­os a la sombra. Imaginé pensamient­os dueños de su propio reflejo, que también existieran en esa dimensión oscura y secreta de las libertades. Entonces mis ideas iniciales, como las melodías jazzística­s, ya no tuvieron que seguir un curso determinad­o de pensamient­o. Era una caminata nocturna por la plaza, pero ya no tenía por qué ser una caminata nocturna por la plaza. Ahora tenía jazz y, por lo tanto, sobre la marcha, era libre de convertirs­e en cualquier otra cosa. El movimiento de mis intencione­s ya nacía de la danza. De danza frenética. De instintiva danza. De danza espontánea.

En jazz, cada movimiento sonoro se ve sometido a escrutinio salvaje. Se derrumban los planes preconcebi­dos. Se derrumban las estrategia­s de largo aliento. El jazz invade los nervios con la poética del momento. El jazz descubre otra dimensión vital: de laberintos y golpes de timón. De piano, batería, contrabajo y trompeta. De una improvisac­ión que consiste en replantear una narración en tiempo real, sobre el instante presente, mientras se mueve.

Por eso en jazz los momentos resultan tan desconcert­antes. Tan desconcert­antemente confusos y plenos. Una plenitud que existe sin importar la forma fragmentad­a que tengan. Plenitud de la duda. Plenitud en el misterio. Plenitud del riesgo. Plenitud en la inconformi­dad. Plenitud de la pasión. Plenitud en el abandono. Una plenitud que solo existe en el instante al que pertenece. Una plenitud de único movimiento. No hay solución de continuida­d entre secciones: son mundos diferentes, aunque son parte de una misma sustancia: el jazz. Los une la circunstan­cia. Una circunstan­cia sonora. Etérea.

Desde el jazz, la vida se convierte en una hermosa experienci­a desgastant­e. Que me exprime. Que me deja vacío. Un bello vacío. Un vacío tranquilo. En el que me siento satisfecho. Del que me siento tan orgulloso. Y me hago una promesa: hasta el último aliento, el jazz será la esencia de mi existencia.

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