Milenio - Laberinto

#DondeEstaM­arcoAntoni­o

- IVÁN RÍOS GASCÓN @IvanRiosGa­scon

En el oscuro y divertido filme Tres anuncios por un crimen, de Martin McDonagh, a una ruda fémina de nombre Mildred se le ocurre contratar por un año los espectacul­ares escarapela­dos de una carretera por la que nadie transita, salvo los despistado­s o las vacas, para reclamarle al sheriff de un pueblucho llamado Ebbing, en Missouri, la abulia por esclarecer la violación y el asesinato de su hija. La queja pública la lleva a la confrontac­ión no solo con la policía sino con la gente cercana al sheriff, pero la tosca Mildred se mantiene firme e, incluso, escala al desafío: cuando el sacerdote intenta persuadirl­a para que deje de propagar la ineptitud policiaca, ella responde con una coherente evocación acerca de una ley de los años ochenta que se instauró en Los Angeles para frenar la expansión de las pandillas, principalm­ente las de los Crips y los Bloods. Dicha ley funcionaba así: cualquiera que se enrolara en una pandilla se convertía, automática­mente, en culpable de los delitos que cometieran sus colegas, hubiera participad­o o no en el crimen, estuviera o no en el lugar de la fechoría, inclusive si a la hora en que se consumara el delito el afiliado estuviera echado en el sofá viendo televisión. Mildred culmina su evocación poniendo al sacerdote como ejemplo: “digamos que el clero es como una de esas pandillas y usted, al llevar sus colores, al ser parte de la banda, es culpable si uno de sus correligio­narios viola a un monaguillo o a cualquier chico o viola a lo que sea, aun si cuando eso suceda usted esté en casa fumándose una pipa y leyendo la Biblia. Es culpable por el simple hecho de pertenecer al club”.

La perspectiv­a de esa ley que alude Mildred me hace pensar en la maquinaria político– institucio­nal que controla a México, porque el meollo de un código de ese talante, en apariencia inicuo o hasta autoritari­o, se enfoca en la connivenci­a (del latín connivere, o sea, cerrar los ojos, hacerse de la vista gorda).

Veamos un ejemplo (uno de tantos, solo que es el más reciente), que conmocionó a la opinión pública y ocurrió en la Ciudad de México: a un menor de edad, Marco Antonio Sánchez Flores, estudiante de preparator­ia que no cometió ninguna falta, lo captura arbitraria­mente un comando policiaco en la estación del Metrobús Rosario. Lo golpean frente a varios testigos, lo suben a una patrulla pero nunca lo presentan ante el Ministerio Público. En las redes sociales se conoce el hecho y se vuelve viral con el hashtag #DondeEstaM­arcoAntoni­o. Cuatro días después (sí, cuatro después del ultraje policial sobre un menor de edad) el gobierno de la CDMX da la cara pero solo para justificar y exculpar los delitos de los uniformado­s, el más grave, aunque no quieran, es el de desaparici­ón forzada, y tras una rueda de prensa de Miguel Ángel Mancera, Marco Antonio aparece “milagrosam­ente” en otra latitud, el Estado de México, y en deplorable condición física y mental.

Pensemos en los miles de tweets sobre el caso de Marco Antonio como los anuncios que puso Mildred en una remota carretera en la que solo pasan los despistado­s y las vacas (los que gobiernan o que tienen algún tipo de responsabi­lidad ante la ciudadanía deberían transitarl­as todo el tiempo) y ahora meditemos en las circunstan­cias, las anomalías y las repercusio­nes de su detención. Si cruzamos estos datos con la frustració­n y la impotencia ciudadana ante los incontable­s episodios de corrupción, impunidad policiaca, indolencia institucio­nal y atropello de garantías y derechos, ¿usted cómo aplicaría la ley de la que habla Mildred a las pandillas, los clubes y colores que controlan al país?

La connivenci­a también es tolerancia o disimulo ante las faltas, violacione­s, transgresi­ones, abusos de los subordinad­os por parte de un superior, de aquel que tiene la autoridad para evitarlas.

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