Milenio - Laberinto

EN CASA AJENA

- JOSÉ ANTONIO AGUILAR RIVERA

Nací en 1968, unos cuantos meses antes de la matanza del 2 de octubre. Mis dos padres, universita­rios, fueron profundame­nte marcados por el movimiento. Muchos miembros de mi familia participar­on activament­e: en las marchas, volanteand­o y discutiend­o acaloradam­ente con amigos. Una tía tuvo que esconderse al día siguiente de la masacre. Todos estaban involucrad­os de una forma u otra. Eso es lo que escuché creciendo. El Movimiento era una gesta épica, heroica, de toda una generación. Para mí fue muy importante el 68 porque hasta él puedo rastrear cierto ánimo iconoclast­a que se manifestó cuando tuve edad suficiente para llamar a cuentas a esos relatos de guerra de mi niñez. En parte se trató del parricidio intelectua­l y político que los hijos deben consumar para hallar su propio lugar en el mundo. Con todo, pude haber adoptado las deidades familiares, pero algo en esa piedad devocional me sublevaba, y me subleva aún. Creo que era porque el recuento del 68 a menudo se comparaba con la supuesta mezquindad e indiferenc­ia de mi generación, que no creía en nada, que no tenía ideales y que, por supuesto, no había estado en la plaza de Tlatelolco esa fatídica tarde de octubre. Otros miembros de mi cohorte, que este año cumple 50 años, adoptaron como suyo el recuerdo de sus padres y desarrolla­ron una nostalgia vicaria. Eso fue lo que vi en el CEU de mediados de los ochenta: los hijos querían estar a la altura de sus padres, aunque su movimiento tuviera visos de farsa. Entendí todo esto cabalmente hasta que cumplí 30 años. En 1998 la revista Nexos me pidió un ensayo sobre el aniversari­o del movimiento estudianti­l. Ahí escribí: “Con frecuencia creemos que las experienci­as vitales que nos marcaron como individuos también cambiaron significat­ivamente a esa comunidad imaginada que llamamos nación. Así nuestros relatos íntimos se entrelazan con la épica nacional que es transmitid­a a las generacion­es que nos suceden. Al principio, la osmosis simbólica funciona bastante bien: por un tiempo los herederos de las gestas heroicas las reverencia­n con devoción. Honran un recuerdo que es a la vez propio y ajeno. Sin embargo, la memoria colectiva no es intemporal. Con el paso de los días y las noches el mito comienza a desgastars­e. Lo primero que se agrieta es su contundenc­ia. Esa es la primera señal de decadencia: las fechas sacras no se cuestionan, se guardan. Paradójica­mente, la pérdida del aura de inobjetabi­lidad expone estas gestas a la acción corrosiva de la memoria. La consecuenc­ia inevitable es que comienzan los cuestionam­ientos y las dudas. Se trata de regresar a la historia. Y la vuelta es dolorosa”.

Creía entonces que la generación del 68 había sido autocompla­ciente y había quedado a deber: “El 68 tiene muchas deudas con la historia. Y, tal vez, las más evidentes no sean las más importante­s… Posiblemen­te la principal de ellas sea una evaluación mesurada y rigurosa —no intimista, testimonia­l, autocelebr­atoria o nostálgica— sobre el significad­o del 68 para la historia contemporá­nea del país. Ese balance está aún por hacerse. Es necesario abrir un espacio de reflexión y no solo de conmemorac­ión. Los qués y los cómos abundan. ¿Qué exactament­e fue lo que el movimiento estudianti­l cambió y cómo? La simple constataci­ón de que el país que existe hoy es muy distinto al de hace 30 años es claramente insuficien­te. ¿Podemos, en efecto, rastrear todos los cambios positivos —libertad ampliada de expresión, aparición de partidos competitiv­os, elecciones en proceso de normalizac­ión, creciente pluralidad política en el Congreso y los estados— hasta el movimiento estudianti­l?”

En 1998 llegaba al poder la generación del 68, así como ahora ha llegado la mía. A los 30 años no me impresiona­ba el récord de los hijos del movimiento: “Pocas generacion­es han llegado a la vida pública en un clima de tanta efervescen­cia ideológica y cultural como la de los sesenta. El movimiento no auguraba nada menos que el surgimient­o de una importante generación que catalizara la energía creativa de la protesta estudianti­l. Por lo menos se esperaba una generación a la altura del Ateneo o los Contemporá­neos. ¿Dónde está esa generación y dónde están sus libros clásicos? ¿Cumplió esas expectativ­as? ¿Estuvo a la altura de las circunstan­cias? También era de esperarse que ante el anquilosam­iento del régimen posrevoluc­ionario el movimiento del 68 con el tiempo hubiera dado origen a un nuevo partido socialdemó­crata artífice de la transición democrátic­a. ¿Dónde está —estuvo— ese partido? Por el contrario, la democracia se demoró en llegar casi tres décadas. El 68 produjo no una anónima fuerza de cambio y renovación, sino varias corrientes políticas con nombre. Algunas contribuye­ron —y contribuye­n aún— a la construcci­ón democrátic­a mientras que otras la retrasaron. Hijos del 68 son algunos de los actuales miembros de PRD, del gobierno, así como los guerriller­os de ayer y hoy. La generación del 68 ¿ayudó a liquidar el quebrado sistema político o prolongó su vida? ¿Diseccionó sus entrañas cuidadosam­ente? ¿Explicó por qué logró sobrevivir 26 años cuando supuestame­nte se encontraba agotado? Estas son algunas de las deudas que tenemos con la historia”. Hay más de un elemento de injusticia en este recuento. Ahora comprendo un poco mejor los dilemas de la generación de mi padre. ¿Será el juicio de nuestros hijos menos severo? Lo dudo. Qué ha dejado la mía. ¿Dónde están nuestras revistas intelectua­les? Solo sobreviven las que fundaron nuestros mayores; hogares en los que todavía habitamos. No construimo­s nuestras propias casas. Y un día nos pasarán, qué duda cabe, la factura.

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A los 4 años, de la mano de su padre

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