GABRIEL ZAID
Mil palabras, de Gabriel Zaid (Debate, 2018), comienza con el saludo de quien va a largar un discurso: “Señoras y señores...”. Pero es trampa porque no sigue un discurso sino 60 ensayos breves, que se pueden leer en cualquier orden aunque aparezcan alfabéticamente, y no es un tratado de erudición sino un juego de tientos, sorpresas y hallazgos. Una conversación sobre palabras que da para pasear por la historia, hacer filología, gozar las sonoridades y sorprenderse de la realidad, la imaginación, los símbolos.
No es ocupación de temporada, ni súbita: Mil palabras reúne, revisados y reescritos, artículos desde 1969. Cincuenta años son un modo de habitar el mundo.
Hablar de palabras puede convertirse en el truco del mal conversador, el filósofo necio, el mal científico, el coyote litigante o el sexismo y generismo actuales: el recurso más barato para evadir ideas y desdibujar el mundo es exigir al interlocutor que enuncie y defina sin ambigüedades cada palabra y su uso. La precisión que exige el tono equivale a la búsqueda de un sonido sin armónicos. Es una superstición que, sin embargo, se entiende: el conocimiento (que no el saber) ha de enunciarse con precisión unívoca. Un científico o un filósofo han de mostrar que el lenguaje es un recurso que poseen y dominan. Pero el poeta asume el lugar inverso: quien habla, conversa, lee o escribe pertenece a la lengua. No la posee: la habita. Pertenece al Logos. Y Zaid no es un lexicógrafo sino un logonauta: no solo él sino la realidad pertenecen a la lengua, sus sentidos y las innovaciones que “amplían los límites de lo que se puede decir”. Son exploraciones críticas de quien cree que la intervención y labor deben cultivarse, so pena de perder inteligencia, literatura y realidad: “Las grandes lenguas merecen grandes diccionarios. Los diccionarios de Johnson, Webster, Oxford, parecen dignos compañeros de Shakespeare; y lo mismo sucede en otras lenguas, pero no en español”.
Es un libro de ensayos, no un diccionario, tesoro, enciclopedia, aunque hayan sido sus recursos más constantes y abundantes (al final, Zaid incluye una utilísima lista de más de 200 obras de consulta). Es el juego de un poeta que no deja de sorprenderse de que las palabras hacen al mundo que, a su vez, provoca palabras y sentidos. La realidad que se vuelve símbolos y los símbolos que vuelven real lo innominado, desde objetos mostrencos y tarántulas hasta el desbroce del concepto de cantidad o la idea de cultura (que, “si fuese medible, se mediría por la animación que despierta una obra en la conversación”).