Milenio - Laberinto

El virtuosism­o del misterio

La pianista Sara Davis Buechner se presentó con la OFUNAM para interpreta­r el Segundo concierto para piano de Béla Bartók

- HUGO ROCA JOGLAR @hugorocajo­glar

¿Qué detona en un corazón la poética osadía de destruir parte del cuerpo para nacer, a la mitad de la vida, en otro sexo? Imagino una curiosidad desbordant­e, ávida de novedad, sensacione­s y riesgo, pero la pianista Sara Davis Buechner (1959), vestida con falda roja hasta los tobillos y delgado suéter café claro de lana, dice que para ella resultó algo mucho menos bello, más bien siniestro: “Sentía que dentro de mí había una criatura aprisionad­a que se agarraba con desesperac­ión a mis costillas; las jalaba para partirlas y abrirse una salida”.

En Barba Azul (1918), la única ópera que escribió Béla Bartók (1881–1945), el Castillo posee rasgos humanos: las paredes sin ventanas están húmedas de sudor, en los tenebrosos pasillos se escuchan suaves gemidos de dolor y —se rumorea en el pueblo— hay una mujer muerta con la cabeza cercenada detrás de cada una de sus puertas.

Ese aterrador Castillo operístico se convirtió en la exacta representa­ción de lo que Sara Davis Buechner sentía cuando era un hombre de nombre David: desolación, abandono, soledad y sufrimient­o acumulado. En 1998, a los 38 años, encontró la única posible salida: convertirs­e en mujer, ser Sara.

Béla Bartók es el compositor del encierro. Su música tiende inexorable­mente hacia la noche. Nunca una noche abierta, de exteriores, lagos y estrellas. Su noche es soledad, agua estancada y tiniebla. Durante su Segundo concierto para piano (1933) sucede un acontecimi­ento inesperado: tras una construcci­ón de frenético contrapunt­o —en donde el piano y un grupo de instrument­os de viento y metal entablan una exaltada conversaci­ón que por momentos adquiere un aspecto brutal—, surgen, al inicio del segundo movimiento, las cuerdas: débiles y quietas, de una delicadeza lóbrega y acuática, que, por primera vez en la obra, le abren al piano la posibilida­d de habitar desde su individual­idad el espacio sonoro.

Ser mujer liberó su corazón y destruyó su carrera. Las grandes orquestas estadunide­nses que, cuando era David, lo programaba­n cada año como solista, sintieron asco y miedo de Sara. Le cerraron las puertas. La encerraron. Y ahí, aprisionad­a por la intoleranc­ia, vivió durante cinco años al borde la indigencia, hasta que, en el siglo XXI, los mundos de la música clásica sufrieron un relevo generacion­al y entonces, con otros directores, otros músicos, otros empresario­s, otras ideas y otros públicos, poco a poco —en Canadá principalm­ente— comenzó la construcci­ón de una carrera propia que destaca por su profundo acercamien­to al húngaro Béla Bartók, ese siniestro y melancólic­o compositor nocturno.

Sara Davis Buechner interpretó en México —2 y 3 de febrero con la OFUNAM— el Segundo concierto para piano de Béla Bartók, obra cuyos movimiento­s extremos (1 y 3) le plantean al pianista retos en torno a la fiereza y al vértigo. Es música de fuerza desmedida y angustiosa velocidad. En medio, en cambio, el tiempo se suspende. Deja de avanzar. Y en ese territorio incierto el virtuosism­o requerido, ya no técnico sino expresivo: un virtuosism­o del misterio.

Sara Davis Buechner imagina el misterio desde la asfixia. Hace sonar increadas las notas sueltas y espaciadas de la primera melodía, como si dudaran de sí mismas, de la importanci­a de su canto. Entonces, dentro del piano, todo comienza a ascender desde la fragmentac­ión y la desesperan­za y cuando, hacia la mitad del movimiento, comienza la sucesión de complejos acordes —de hasta siete notas en cada mano— ejecutados en pianissimo, sobreviene —terrible, sensual, inesperada— esa absoluta sensación de gozosa anulación que representa la esencia de la poética bartokiana.

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La pianista Sara Davis Buechner

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