Jesús Romero: la deuda
En México acontecen cotidianamente eventos que revelan profundas contradicciones: por un lado una universidad pública reconoce con un nombramiento honoris causa a un hombre cuya labor es la guerra. No aludiré a los cuestionamientos éticos que existen sobre su desempeño, solo enfatizo que una institución pública consideró reconocer este “oficio”.
Por otro lado, el 7 de enero el bailarín, maestro y coreógrafo Jesús Romero falleció en tristes condiciones, producto del olvido y la marginación que los profesionales de la danza viven cotidianamente y cuyas adversidades se acentúan con el paso del tiempo.
Pocas condiciones tan trágicas como ser bailarín mayor en México. La danza es una profesión que poco se dimensiona y mucho menos se reconoce en este país. Varias colaboraciones he dedicado a reflexionar sobre el tema y es una pena que vidas ejemplares y dedicadas como la del maestro Romero no solo no sean reconocidas, sino que terminen olvidadas y marginadas a un grado tal que la única opción sea acudir a la caridad y buena voluntad de quienes escuchan llamados para fondeos y funciones “a beneficio” en redes sociales.
Supe de la condición del maestro Romero justo por un llamado de colegas, alumnos y amigos suyos en una red social que difundió a su vez la revista Fluir. Un nuevo caso a la lista de bailarines y coreógrafos cuya situación no les permite siquiera tener atención médica digna; un caso que revela que este estado de cosas es la constante para esta profesión y constata también que la capacidad organizativa del gremio alcanza apenas para la caridad emergente y no ha podido alcanzar una organización mínima que permita colocar la necesidad del tema en la agenda artística, cultural y laboral.
La situación de los bailarines en México ha alcanzado una condición que considero alarmante. No es un hecho menor la muerte de un profesional por falta de acceso a la salud ni la reproducción sistemática de este patrón precario entre bailarines, incluidos los que se encuentran en una situación de privilegio en las pocas compañías oficiales durante su periodo “activo”, pero que se ven cancelados después de los 40 años en promedio al salir de ellas.
Dejar morir a sus artistas no es una buena ruta para un país que los necesita tanto.