La fábrica de la muerte
Creemos saber. Basados en algunas lecturas, fotografías y películas, suponemos el horror. Compadecemos a quienes lo vivieron y definimos lo ocurrido como un “infierno en la Tierra”. Pero nosotros —ilusos, mentecatos posmodernos— en realidad no tenemos ni puta idea. Y, en el fondo, rogamos porque así siga siendo. ¿A quién le gustaría ser encerrado, torturado y asesinado en un campo de concentración? Más de un millón de personas, sin embargo, pasaron por todo eso en Auschwitz. Y para que el mundo no lo olvide, una exposición ha comenzado a recorrerlo.
Desde hace unas semanas, el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid exhibe más de 600 piezas rescatadas del mayor campo de exterminio de la Historia (casi todas provenientes del Museo Estatal de Auschwitz–Birkenau). La muestra se llama Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos y, después de esta primera parada en la capital de España, recorrerá catorce ciudades de Europa y Estados Unidos.
En la entrada: un lúgubre vagón de los ferrocarriles del Tercer Reich en el que acarreaban a miles de personas rumbo a Auschwitz. Adentro: maletas destartaladas, literas, latas de pesticida con cianuro utilizadas para gasear a los prisioneros, brochas y rastrillos para rasurarse, ceniceros, lentes rotos, máscaras de gas que usaban los guardias, fichas de datos, alambres, medicinas, juguetes rotos, uniformes de rayas, fotos de rostros zaheridos y zapatos, muchos zapatos.
Luego está el perverso instrumental del doctor Josef Menguele, “el ángel de la muerte”, con el que realizaba sus experimentos con gemelos, sometiéndolos a cirugías sin anestesia, extracciones de órganos, inyecciones de químicos abrasivos, castraciones y amputaciones, a los que luego mataba con una inyección de cloroformo en el corazón para realizar enseguida una exhaustiva comparación de sus anatomías.
Sobrecogen, también, los testimonios de los verdugos esparcidos por la sala. Cuando, al final de la Segunda Guerra Mundial, los soldados estadunidenses llegaron a Auschwitz e interrogaron a quienes controlaban a los grupos de víctimas (judíos, polacos, gitanos, homosexuales, prisioneros de guerra soviéticos, traídos aquí “por el bien de la raza aria”), escucharon alegatos como el del comandante Rudolf Hess: “matarlos era lo que menos tiempo exigía. En media hora podía acabarse con 2 mil de ellos. La incineración era lo que tardaba mucho más”, les dijo con frialdad al describir el funcionamiento de esta macabra fábrica de la muerte. “Observé varios fallecimientos protegido con una máscara de gas. La muerte se presentaba en las celdas atestadas en cuanto se introducía el gas. Un breve grito de ahogo y se acabó. En realidad, la primera ejecución con gas no me marcó demasiado”, agregó.
Auschwitz sigue siendo el mayor cementerio del mundo. Y ahora que los últimos sobrevivientes y verdugos están desapareciendo, difundir su legado es más importante que nunca. Porque, como dijo Primo Levi, “ocurrió. En consecuencia, puede volver a ocurrir y puede ocurrir en cualquier lugar”.
Mirar a los ojos al Holocausto implica, en fin, adentrarse en un viaje intelectual y profundamente emocional que produce, entre otras cosas, repulsión, miedo, tristeza y mucha indignación. Pero no nos engañemos, tener una visión piadosa no es suficiente.