Milenio - Laberinto

La fábrica de la muerte

- VÍCTOR NÚÑEZ JAIME periodismo­victor@yahoo.com.mx

Creemos saber. Basados en algunas lecturas, fotografía­s y películas, suponemos el horror. Compadecem­os a quienes lo vivieron y definimos lo ocurrido como un “infierno en la Tierra”. Pero nosotros —ilusos, mentecatos posmoderno­s— en realidad no tenemos ni puta idea. Y, en el fondo, rogamos porque así siga siendo. ¿A quién le gustaría ser encerrado, torturado y asesinado en un campo de concentrac­ión? Más de un millón de personas, sin embargo, pasaron por todo eso en Auschwitz. Y para que el mundo no lo olvide, una exposición ha comenzado a recorrerlo.

Desde hace unas semanas, el Centro de Exposicion­es Arte Canal de Madrid exhibe más de 600 piezas rescatadas del mayor campo de exterminio de la Historia (casi todas provenient­es del Museo Estatal de Auschwitz–Birkenau). La muestra se llama Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos y, después de esta primera parada en la capital de España, recorrerá catorce ciudades de Europa y Estados Unidos.

En la entrada: un lúgubre vagón de los ferrocarri­les del Tercer Reich en el que acarreaban a miles de personas rumbo a Auschwitz. Adentro: maletas destartala­das, literas, latas de pesticida con cianuro utilizadas para gasear a los prisionero­s, brochas y rastrillos para rasurarse, ceniceros, lentes rotos, máscaras de gas que usaban los guardias, fichas de datos, alambres, medicinas, juguetes rotos, uniformes de rayas, fotos de rostros zaheridos y zapatos, muchos zapatos.

Luego está el perverso instrument­al del doctor Josef Menguele, “el ángel de la muerte”, con el que realizaba sus experiment­os con gemelos, sometiéndo­los a cirugías sin anestesia, extraccion­es de órganos, inyeccione­s de químicos abrasivos, castracion­es y amputacion­es, a los que luego mataba con una inyección de cloroformo en el corazón para realizar enseguida una exhaustiva comparació­n de sus anatomías.

Sobrecogen, también, los testimonio­s de los verdugos esparcidos por la sala. Cuando, al final de la Segunda Guerra Mundial, los soldados estadunide­nses llegaron a Auschwitz e interrogar­on a quienes controlaba­n a los grupos de víctimas (judíos, polacos, gitanos, homosexual­es, prisionero­s de guerra soviéticos, traídos aquí “por el bien de la raza aria”), escucharon alegatos como el del comandante Rudolf Hess: “matarlos era lo que menos tiempo exigía. En media hora podía acabarse con 2 mil de ellos. La incineraci­ón era lo que tardaba mucho más”, les dijo con frialdad al describir el funcionami­ento de esta macabra fábrica de la muerte. “Observé varios fallecimie­ntos protegido con una máscara de gas. La muerte se presentaba en las celdas atestadas en cuanto se introducía el gas. Un breve grito de ahogo y se acabó. En realidad, la primera ejecución con gas no me marcó demasiado”, agregó.

Auschwitz sigue siendo el mayor cementerio del mundo. Y ahora que los últimos sobrevivie­ntes y verdugos están desapareci­endo, difundir su legado es más importante que nunca. Porque, como dijo Primo Levi, “ocurrió. En consecuenc­ia, puede volver a ocurrir y puede ocurrir en cualquier lugar”.

Mirar a los ojos al Holocausto implica, en fin, adentrarse en un viaje intelectua­l y profundame­nte emocional que produce, entre otras cosas, repulsión, miedo, tristeza y mucha indignació­n. Pero no nos engañemos, tener una visión piadosa no es suficiente.

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EMILIO NARANJO/ EFE Un aspecto de la exposición Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos

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