El teatro de Esther Seligson
Eras tan fugaz como el teatro que describes en tus libros. Esparcías reflexiones sobre la escena mexicana como un mandato divino. No te ocupabas de lo que no te gustaba. Escribías de todo aquello que te atrapaba, ese festín efímero del que diste ejemplo en la crítica teatral. Poco se lee de ti en este campo porque tus novelas, cuentos, poesías y ensayos son ya investigación desde que te fuiste hace ocho años —un 8 de febrero de 2010—, por decisión casi suicida…
Gran tino el tuyo. Reflexiones y testimonios críticos quedan en varios de tus libros hoy circulando mucho mejor que cuando estabas viva. No lo creerías. De las pocas afortunadas en entrevistar a Jerzy Grotowski, en 1968. Te dijo: me interesan las obras donde “la historia de los despojos humanos buscan sus raíces”, porque “en el sueño van a regresar a sus días felices”. Así, tú retornaste después de partir y partir, y partir nuevamente a Jerusalén. Hasta dejar palabras donde el asombro nos ilumina.
No eras maga pero sí predestinabas. Conmueve leer en tu novela Otros son los sueños la historia de aquella mujer que “saltó de un quinto piso y nadie quiso recoger su cuerpo. Horrorizadas, algunas buenas gentes le cubrieron el rostro y colocaron una luz a sus pies”. En otro de tus últimos libros, Simiente —el más perfecto por la verdad de la literatura, sin más compromiso que la realidad—, un hijo muere al lanzarse desde el departamento donde vivía su madre. Eras tú. Era tu hijo Adrián; pero los lectores no tendrían por qué conocer nada de tu errancia sin fin…
Eres un personaje perfecto para una obra de teatro como las que han escrito sobre Antonieta Rivas Mercado, Nahui Olin, Frida Kahlo, Pita Amor o Rosario Castellanos. Las obras de esas mujeres persisten. Falta la tuya: “una mexicanísima en Israel”, y “una pinche judía mexicana en mi propio país”. Una traductora del francés, del filósofo Cioran —antes que nadie en el idioma español—, la del Premio Xavier Villaurrutia 1973 por Otros son los sueños, donde el jurado fueron Carlos Fuentes, Ramón Xirau y Salvador Elizondo. La de la vida en el teatro, dando clases a los alumnos de Héctor Mendoza, Julio Castillo, Ludwik Margules y Luis de Tavira. O tus críticas teatrales en el Proceso de Julio Scherer.
Hoy tus textos teatrales están esparcidos en varios libros y por fortuna son conseguibles. Un trabajo incesante de tu albacea literario, Geney Beltrán Félix. Ni modo: tu obra está más viva que tu cuerpo, y tu espíritu cabalga a la par de la historia de escritoras incomprendidas por la literatura mexicana, entre otras cosas porque eras dada a decir tu verdad y no escatimabas crítica racional —hasta emocional— sobre aquellos seres indefensos ante tus comentarios intuitivos, sabios.
Con el teatro eras igual. Ni una palabra de esa obra mal escrita, mal actuada y mal dirigida.
Cuánto aprendí contigo. Gracias, muchas gracias por seguir en mi vida.