Presente y éxtasis
La existencia carece de testigos, la vivimos desde nuestra experiencia que es parcial y distorsionada por nuestras emociones, la obra del Greco crea la crónica de lo no visible. La ciudad de Toledo es un museo de sitio del excepcional acervo de la obra del Greco. La muralla obliga a un claustro que aísla, desde lo alto de la colina es un observatorio del exterior que se separa del alma, y dentro, entre sus muros cuelga la obra del Greco, está lo que la luz del espíritu ilumina. El entierro del conde de Orgaz es la manifestación de las miradas de la existencia en la representación de la leyenda de un milagro, las directrices teológicas que el pintor haya seguido se transforman en un significado filosófico. Iniciando en la efímera condición mortal está el cadáver que va a ser sepultado, los hombres miran ese pedazo de ser en una compasión ignorante, no hay nada en él, entonces no hay qué lamentar. Muestras miran absortos, el portento sucede sobre ellos, así como en la vida, las frivolidades nos distraen de lo trascendental. En los movimientos del color y los trazos que hicieron de la obra del Greco una excepción en el arte, el alma es llevada por un ángel, en una osadía estética, el Greco le da “forma” al alma como un objeto transparente alargado, y entendemos que los cuerpos de su obra están sostenidos en esa musculatura volátil. De ese prodigio, solo se percata un religioso, el resto sigue distraído en la mortalidad del instante. En la disposición de ver está el milagro. El cielo, ese estadío al que solo se accede sin el lastre del cuerpo, es una reunión de seres metafísicos, la Virgen lo preside con un Cristo luminoso, y aunque poseen características físicas, no poseen carnalidad, son ideas, dogmas, rezos. La pintura sacra mantuvo una de las búsquedas más complejas del arte: pintar la invisibilidad del espíritu, darle una forma comprensible que saciara la necesidad de creer en algo no humano que nos acerca a lo divino. El estilo con líneas que se elevan “despojadas” de humanidad, contrasta con el cadáver, mientras lo que resta de la carne es corrupto, lo que vive sin ella es ingrávido y puro. El testimonio lo llevan los que están en posesión de la fe y el niño, que en un primer plano es un observador que señala la escena y nos mira, es el presente, el momento en que el espectador contempla. Somos eso, el cuerpo que cada día muere, y se entierra en sus males y necedades, enajenados en lo que ya no poseemos, dejando pasar eso que trascenderá nuestro dolor. L