“Hay que rehacer la otra parte de la memoria”
Con el medio siglo del 68 encima, este año la Filmoteca de la UNAM, la Cineteca Nacional y el Politécnico preparan una revisión exhaustiva del cine que se vio y que se produjo en México a partir de entonces.
Mariano Mestman coordinó hace dos años un ambicioso libro que recorre filmográficamente todo el continente americano en busca de la genealogía del cine político, desnudando la trama cultural que llevó a toda una generación a militar contra sus gobiernos o a criticarlos. Mestman y los autores que convoca buscan los orígenes que cambiaron el rumbo de una industria que llegó a considerarse omnisciente, y que a partir del final de la década de 1970 se vio tocada por una generación de jóvenes que, al unísono, quisieron comprometerse con la sociedad.
Álvaro Vázquez Mantecón fue el elegido para ensayar este cambio de vías en nuestro país, y sobre esto gira nuestra conversación.
Considerando que el cine que empezó a producir el 68 es eminentemente político, haces bien en considerar como abiertos antecedentes de la gesta sesentayochera a Buñuel, El brazo fuerte de Giovanni Korporaal (1958), la revista Nuevo
Cine, el Concurso de Cine Experimental de 1965 y la ópera prima de Óscar Menéndez.
El cine mexicano de esa época estaba en plena transición. Tienes, por un lado, un cine industrial muy eficaz pero anquilosado, lleno de clichés, que buscaba una renovación de las formas narrativas y al mismo tiempo de sus cuadros, lo que coincidió con la llegada de una nueva generación que ya estaba en los cines en los años cincuenta.
Es importante recordar que esos jóvenes iban a los cineclubes a enterarse: al IFAL, al Cineclub Progreso de Manuel González Casanova, hasta el club israelita tenía su cineclub abierto al público. Esto era un primer aviso de que la gente estaba viendo un cine muy distinto al hegemónico. Se comenzó a ver a los neorrealistas, a la Nueva Ola francesa, y se instauró en ese público cinéfilo, como en otros que pretendían hacer cine, la idea de que la cinematografía es una obra de arte.
Cuando la revista Nuevo Cine lanzó su manifiesto en 1961, la idea era esa: el cine no es solo un entretenimiento, el director debe ser tomado en cuenta, tiene que haber cineclubes, filmotecas, cinetecas, escuelas de cine. Todo el espectro de los primeros cinco años de la década están llenos de eso: la aparición de la revista, la producción de
Apocalipsis 1900, de Salvador Elizondo, que fue la puesta en marcha del manifiesto de Nuevo Cine. Se fundaron el CUEC y la Filmoteca de la UNAM.
Nuevo Cine fue como la onceava tesis de Marx sobre Feuerbach: no solo se contentó con hacer crítica sino que sus miembros se lanzaron a la realización. Eso hicieron Elizondo, la gente de Barbachano Ponce y Godard: ir de la crítica a la realización.
Si te fijas, no había ninguna película política en esa primera mitad de la década. Incluso en el Concurso de Cine Experimental la única película que esboza lo político es la que acaba sorprendien- do con el triunfo: La fórmula secreta, de Rubén Gámez. No obstante, el discurso de la película no es victimizador; siempre está apelando a una retórica poética. Si quitas la obra de Menéndez y la de Gámez, no hay preocupaciones políticas en nuestro cine. Todos, incluso los cuequeros, aspiraban a hacer un cine de arte.
Óscar Menéndez fue un hombre que llegó al cine mexicano muy politizado.
Se formó en Checoslovaquia. Formaba parte de la gente cercana al Partido Comunista y tenía una idea del cine que solo él practicaba en ese momento. Películas como Todos somos
hermanos, de 1966, es una especie de mezcolanza de agendas de la izquierda mexicana, esa izquierda que juntaba a gente de Liberación Nacional, gente cardenista y del PC, la defensa de Jaramillo, Vietnam, Cuba, la ocupación de la República Dominicana por las tropas de la OEA.
El CUEC nació en 1963, también como un hecho político frente a la industria que, bien dices, se encontraba anquilosada.
El Centro fue una irrupción política pero no inició produciendo películas politizadas. Por más que estuviera Nacho López dando clases; por más que estuviera José Revueltas, no formaba políticamente a la gente. Pienso que no era una preocupación. El 68 previo a octubre empezó a impregnar una serie de preocupaciones que apuntaban a la política. Hay una película de Leobardo López, muy influida por el Mayo francés, S.O.S./ Catarsis, sobre un grupo de jóvenes que bailan mientras sucede la destrucción del mundo.
Hay un material de aquella primera generación del CUEC que a mí me alucina: las entrevistas que Alfredo Joskowicz hizo en el campus de Ciudad Universitaria a un montón de estudiantes a los que atosiga con una pregunta, una especie de leit
motiv: “¿usted estaría de acuerdo en responder violentamente a los excesos de la autoridad?” Una pregunta que todo lo abarca y que todos responden afirmativamente. Y tienes después a un Joskowicz que acaba agarrándose a microfonazos con otros alumnos, como queriéndolos despertar.
Hay un momento en tu texto en el que hablas de las diferencias entre los movimientos estudiantiles en el mundo, y el mexicano es el único programático que hace la diferencia, y parte de esa programación tiene que ver con las Brigadas Fílmicas del CUEC.
El Comité Nacional de Huelga no tenía nada qué ver con el cordobazo argentino, nada qué ver con la película Me gustan los
estudiantes, de Mario Handler. La protesta mexicana fue una protesta constitucional, y el CNH tenía la idea de que su misión estaba dentro del Estado.
Si comparas el 68 mexicano con lo que ocurría en Uruguay con Handler, donde ya había una idea de guerrilla, te darás cuenta de cómo eran de ordenados los mexicanos: allá llamaban a desalambrar, acá a respetar el orden
constitucional. Ese espíritu cívico convirtió al movimiento en algo programático, y en algo que tanto Óscar Menéndez como las Brigadas Fílmicas seguían al pie de la letra.
¿Cómo defines a Raúl Kamffer en las Brigadas?
Era un tipo muy raro, un estudiante que tenía treinta y tantos, todo un señor con una tienda de antiguedades en la Zona Rosa. Tenía una cámara de 16 milímetros con la que hacía sus propias producciones. Y por eso le entusiasmó, más que salir a las calles, el registro del festival cultural que se llevó a cabo en Ciudad Universitaria en agosto, donde gente como Felguérez, Cuevas y Rojo colaboraban activamente con el movimiento estudiantil en la construcción del Mural efímero.
¿A Roberto Sánchez?
Quizá el autor de las tomas más memorables, el de las propuestas más relevantes para lo que acabó siendo la película El
grito. De él fue la idea de meterse en la cajuela del Valiant Acapulco para filmar la toma de CU por los militares. Planeó la toma de la Manifestación del Silencio con la V de la victoria.
En paralelo con El grito, otro grupo de jóvenes trabajaba en otro hito cinematográfico del momento, Olimpiada en México. ¿Cómo definirías la relación entre ambos grupos?
Con excepción de Alberto Isaac, el equipo de
Olimpiada… sí entró al conflicto estudiantil. Alexis Grivas, Rafael Castanedo y Paul Leduc
hicieron películas que sirvieron al movimiento, con mucho cuidado de no firmarlas. Sin embargo, esas películas fueron exhibidas en el Festival de Mérida. El momento en que se hicieron estas películas es el mismo en el que se construía el cine latinoamericano de interés político.
¿A Rafael Corkidi dónde lo sitúas? ¿Su discurso linda con el de Gámez?
Tuvo mucho cuidado de no meterse en política, como en Instantáneas del 68, un retrato que presentaba un México moderno, con Novo y Revueltas hablando acerca de un esplendor que los demás cineastas no veían.
Con un formato nuevo, llegan los superocheros con un discurso que parecía continuar a El grito.
Jorge Ayala Blanco decía sobre el Concurso de Cine Experimental de 8 milímetros que era alucinante ver cómo casi 30 cineastas se hubieran propuesto filmar la misma película. Y es cierto, porque el 68 había quedado en el imaginario como una especie de llaga colectiva que todos debían reivindicar. La convocatoria del concurso era simple: hay que hablar de este país, y en ese momento este país era Tlatelolco.
Los superocheros venían de una tradición brillante y colorida, muy distinta al 68 militante, la tradición de la contracultura, mucho más cerca al Mural efímero de Kamffer con música de Deep Purple que al blanco y negro con música de Óscar Chávez y Judith Reyes.
El 68 tiene una parte luminosa y contracultural, y otra militante y casi monocromática, y el trauma de los protagonistas se despeja con una respuesta política inconsciente y muy bien formada.
Hacia 1973 el Taller de Cine Octubre, nuestro primer vínculo con la tradición latinoamericana de hacer cine, fue lo contrario de la psicodelia de la que hablaban los superocheros.
El Taller de Cine Octubre carecía de sentido del humor. Octubre tenía una doble referencia: era a la vez el octubre soviético y el octubre de Tlatelolco, de modo que construyó un cine militante.
Los que sí entraron de forma triunfante al cine latinoamericano no fueron ellos sino los cineastas que había coptado el Estado, conocidos como Los Aperturos: Ripstein, Cazals, Leduc, aquellos que se habían acogido a la estructura echeverrista de producción y que hicieron cosas que se vieron en todo el mundo.
Israel Rodríguez ha contado cómo la diplomacia de Echeverría acabó derrotando al Taller de Cine Octubre en el Festival de Pésaro, en Italia, porque los cubanos se negaron a pasar películas críticas al único gobierno de América Latina que reconocía a Fidel Castro.
Historia de un documento, de Óscar Menéndez, también podría ir del lado contracultural, al meter una cámara a Lecumberri, filmar a Revueltas ansioso...
Menéndez ha contado cómo discutieron durante largo tiempo esa posibilidad porque Revueltas, que se había formado en la industria, insistía en que tenían que llegar Gavaldón, el Indio y los grandes reflectores a la cárcel. No entendía que una camarita de 8 mm fuera más poderosa, como efectivamente acabó siéndolo, pues estas escenas, grabadas por los propios internos, donde vemos las cabezas de los apandados, surgen de la autogestión de los mismos presos, que después Menéndez y su editor francés conjugaron muy bien.
Canoa, de 1975, pero heredera del 68, es el sesgo de un Enrique Lucero genial que hace las veces de un Díaz Ordaz con todo y lentes. ¿Cómo pasó la censura?
Hay que recordar que Echeverría osciló entre el hablar y el no permitirlo. El guión de Pérez Turrent, ante la mirada de un censor, no tenía al Estado más que como un rescatista de lo que quedaba de los estudiantes linchados.
Rojo amanecer, de Jorge Fons, sigue hablando del 68 hasta 1990.
Interesantísima como película en muchos sentidos, sobre todo por la voluntad claustrofóbica que ronda toda la producción. Entender todo como un microcosmos que no mira para afuera es un ejercicio soberbio de guión que muestra cómo para la producción era imposible mostrar ese exterior del 68, pero ocurre con mucha eficiencia. Te bastan los rostros para entender lo que está pasando.
Otra cosa interesante de esta película es la persistencia de la imposibilidad de hablar del 68 mexicano para la política de nuestro país, pues es una película que se mantuvo oculta por un periodo en el que la opinión pública estaba cambiando para que Tlatelolco y el 68 formaran parte al fin de la historia viva de México.
¿Memorial del 68, de Nicolás Echevarría, 40 años después, cuenta como epílogo?
Veo una recuperación amplia de la experiencia de una parte de la militancia. Quizá valdría la pena comenzar a construir la otra parte de la memoria, la que tiene que ver con la policía secreta, con el Batallón Olimpia, gente que hable a favor de Díaz Ordaz. Lo que hace el Memorial es cerrar el ciclo con la generación que sufrió el 68, y está muy bien.
Es muy fácil decir que Díaz Ordaz era un loco, pero había un sistema que lo sostenía y eso debemos comprenderlo, sobre todo si queremos entender el horror contemporáneo. La memoria no es una memoria para ajustarte al pasado, sino para entender el presente, y por eso en 2018 tendríamos que empezar a preguntarnos: ¿qué memoria necesitamos rescatar para explicar cuál presente? L