Ciencia y poesía: la relación oculta
Ambas se refieren a la realidad para intentar explicarla y lo logran cuando han terminado por componer una imagen
Los experimentos mentales, de los cuales la poesía y la hipótesis científica son destacados representantes, no conocen límites. Ese humilde monosílabo let del inglés, que significa —supongamos que— y que precede a las conjeturas y demostraciones en la matemática pura, en la lógica formal, representa la licencia arbitraria y la ilimitación del pensamiento, del pensamiento que manipula los símbolos como el lenguaje manipula las palabras y la sintaxis”. Así expresa George Steiner, en Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, una de las relaciones entre la poesía y las matemáticas. La imaginación sin límites, en términos más generales, es uno de los puntos de encuentro entre el pensamiento científico y la poesía, pero no es el único.
La ciencia y la poesía se entrelazan de diferentes maneras y en ese tejido de palabras y pensamientos se marcan líneas de convergencia y diferencias de tricotado.
Ambas expresiones del espíritu humano se concretan en el lenguaje y aunque uno podría pensar que todo se vincula a través del lenguaje y que es una banalidad mencionar esta confluencia, sí es importante subrayar la peculiar manera de usarlo en ambos casos. Los símbolos matemáticos son lenguaje en búsqueda de precisión y las ecuaciones de la física son una expresión lingüística de conceptos y leyes de la naturaleza. Al final todo es lenguaje pero el sentido específico de los significados y el arreglo justo de las palabras figuran en la ciencia como lo hacen en la poesía. Ese concierto singular de sílabas los distancia a ambos de la expresión cotidiana. Octavio Paz dice en El arco y la lira: “No es lo mismo decir ‘de desnuda que está brilla la estrella’ que la ‘estrella brilla porque está desnuda’. El sentido se ha degradado en la segunda versión: de afirmación se ha convertido en rastrera explicación”. Las matemáticas comparten esta propiedad del lenguaje. El orden de las premisas, las inferencias y los símbolos que representan al pensamiento son de la mayor relevancia. Su manipulación arbitraria es tan dramática que, si se la permite, todo sentido desaparece y el resultado se disuelve. La poesía deja de ser poesía y la lógica científica se desvanece.
Pero de todos los puentes que existen entre la poesía y la ciencia el más bello es, sin duda, el que tiene que ver con la evocación de imágenes. Ambas comparten el carácter plástico de un grabado, la luz de una pintura y la fidelidad de un retrato. Viven en la fisonomía de todas las cosas, en la bruma ligera de todas las visiones.
Muchos piensan que el objetivo de la ciencia es explicar, pero no es así. La aclaración de las cosas es, cuando mucho, una función superficial que no alcanza para dar sentido a la actividad científica. El carácter profundo de la ciencia no es el de explicar ni representar. La ciencia no pretende describir en mapas, como Borges parece haber querido decir con su breve cuento “Del rigor en la ciencia”, en el que nos dice que en aquel imperio, “el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad y el mapa del imperio toda una provincia. Con el tiempo estos mapas no satisficieron y los colegios de cartógrafos levantaron un mapa del imperio que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él”. Esta falsificación literaria de Borges tomada de Lewis Carroll en su novela Silvia y Bruno solo consigue desenmascarar las limitaciones de la geografía pero no llega a mostrar la esencia en el quehacer de la ciencia porque la ciencia no es un mapa.
La ciencia no busca imitar sino recrear en un acto de imaginación refinada. De la misma manera el poema esboza, delinea, dibuja pero no explica. Ambos, ciencia y poesía, se refieren a la realidad para intentar rehacerla y lo logran cuando han terminado por componer una imagen. Una vez creada, la imagen nos dice todo sin decir nada. Es la invención muda del pensamiento.
La ciencia no es un inventario de informaciones sino una manera de ver, un método para aproximarse a los fenómenos de la naturaleza y una forma de pensar en imágenes. La búsqueda de la verdad es la construcción de un gran cuadro donde las formas, las luces y el movimiento se expresan en el idioma de los símbolos y sus significados.
En su libro El inconcebible universo, José Gordon se refiere continuamente al acto de ver. Curiosamente, la referencia ocular viene seguida siempre de una imagen, no de las ilustraciones, que son excelentes, sino de las que emergen del texto que busca la congruencia entre lo metafórico de la poesía y el conocimiento científico.
En su cuento “En la punta de un alfiler”, Carlos Monsiváis nos ofrece una visión poética de las cosas que no dista mucho de la visión física de un origen universal, sintetizado en una pequeña mota de luz que surgió de la nada hace 13 mil 800 millones de años: “¿Cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler? El escultor Bernardo, absorto en el enigma ancestral, decidió tramitar por su cuenta la respuesta. Compró un alfiler perfecto y se dispuso al ejercicio miniatural. Si consigo tallar un solo ángel, me consideraré afortunado. Ante su mirada sorprendida, cupieron el primero y el segundo y el tercero y, sin crecer de tamaño, el alfiler amplió su ámbito conteniendo sin esfuerzo a más y más ángeles. Para extender su proposición, Bernardo requirió ayuda de otros artistas, que organizaron turnos para esculpir ángeles, infatigablemente, veinticuatro horas diarias. Parece la punta del alfiler el espacio más creativo del universo. Bernardo se apiadó de Bizancio, víctima en sus últimos días de la mayor trampa de la metafísica. ¡Cómo no entendieron, en medio de los rigores del sitio, entre las llamas y el aullido de la soldadesca enemiga, la falacia de una pregunta cuantitativa! En un alfiler podrán darse cita todos los ángeles y, para ser exactos, pertenecía a la naturaleza de ese objeto su cualidad de albergue inconmensurable. Ante la maravilla del alfiler hospitalario, los religiosos se alborozaron y los científicos se conmovieron”.
En este bello relato poético se ha generado una imagen, casi la misma que el modelo científico de nuestro origen nos ofrece en la teoría del Big Bang, esa idea científica del comienzo, el origen de todas las cosas en una arista infinitesimal en la que caben todas las historias. En ese ápice infinitesimal en que se da cita el universo entero.
Cuando Octavio Paz escribió “La casa de la mirada”, también construyó una imagen: “Caminas adentro de ti mismo y el tenue reflejo serpeante que te conduce no es la última mirada de tus ojos al cerrarse ni es el sol tímido golpeando tus párpados: es un arroyo secreto, no de agua sino de latidos: llamadas, respuestas, llamadas, hilo de claridades entre las altas yerbas y las bestias agazapadas de la conciencia a oscuras”.
La lectura suscita la imagen. La descripción casi oftálmica nos ha dejado el rojo de los parpados frente a la luz del sol. La visión interna en la casa donde habitan las miradas y el flujo de sangre que va y viene con el ritmo de un péndulo.
Sobre la imagen en la poesía, Octavio Paz dice mucho en El arco y la lira: “Más acá de la imagen, yace el mundo del idioma, de las explicaciones y de la historia. Más allá, se abren las puertas de lo real: significación y no significación se vuelven términos equivalentes”.
Aunque algunos consideran que el arte busca la belleza y la ciencia la verdad, separando así el ámbito de las incumbencias, el filósofo alemán Hegel reflexionaba: “lo que buscamos en el arte, como en el pensamiento, es la verdad”. No hay más, solo la verdad que es también belleza.