Milenio - Laberinto

LA IMPOSIBILI­DAD DE SER OSCAR

- JOHN BANVILLE

Inmoralist­a, transgreso­r, el creador de Dorian Gray seducía y repelía al mismo tiempo tras su caída en desgracia por su affaire con Alfred Douglas, mácula que, a pesar de todo, no oscurece la maestría estética de su obra, como sostiene este ensayo del notable narrador irlandés a partir de la biografía a cargo de Nicholas Frankel

Podría decirse que Oscar Wilde, uno de los más grandes artistas literarios de ese periodo que persistimo­s en llamar

fin de siècle (que va de 1880 a 1900, aproximada­mente), alcanzó su mejor forma en dos piezas de reflexión estética: el prefacio de su novela El retrato de Dorian

Gray, de una página, y el ensayo breve “La decadencia de la mentira”. Podría ser paradójico destacar únicamente estas dos viñetas, en medio de obras maestras como

La importanci­a de llamarse Ernesto y Un marido ideal, además de los atormentad­os testimonio­s de su encarcelam­iento que son De profundis y “La balada de la cárcel de Reading”, ¿pero no era acaso Wilde el gran maestro de la paradoja? De hecho, la misma esencia de su obra consistía en tomar la sabiduría de siglos y volverla de revés, con el destello elegante y ligero de un aforismo.

“No hay libros morales o inmorales”, pronuncia el prefacio a Dorian Gray, con la autoridad serena de una bula papal (Wilde, con su admiración por la pompa y la arrogancia, sentía una envidiosa fascinació­n por la institució­n papal), lo que lleva a la pregunta de si, entonces, puede decirse que una vida sea moral o inmoral. La Inglaterra victoriana tardía no dudaba, tras su vertiginos­a caída en desgracia en 1895, de que Wilde era un inmoralist­a de grado mayor (para usar el término de su amigo y admirador André Gide) y por sus crímenes le sentenció a dos años, antes de ceder, gruñendo de asco y con una adusta sacudida de manos.

No solo fue asediado por la alta burguesía: muchos artistas abandonaro­n a su antiguo colega y amigo, varios de ellos aterrados ante el riesgo de ser arrastrado­s fuera del clóset. Henry James, quien había conocido a Wilde en Estados Unidos en 1882, llamándolo entonces una “bestia impura”, a la que encontraba “repulsiva y fatua”, fue sacudido por lo que llamó la “tragedia sórdida, pero como quiera tragedia”, que comenzó con el juicio contra Wilde por ofensas homosexual­es en la primavera de 1895. James escribió por entonces a un amigo suyo: “[Wilde] nunca fue de interés para mí, aunque eso ha cambiado, en cierto modo, con esta historia espantosa”. En cierto

modo: en la cadencia, apenas murmurada, el terror y la melancolía se escuchan con claridad.

Los detalles del caso se han vuelto leyenda, así que no estaría de más una breve recapitula­ción: Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde nació en Dublín en 1854, del matrimonio de Sir William Wilde, un cirujano muy popular, y la admirable, aunque un tanto ridícula, Jane, quien tenía sangre italiana y que, con el seudónimo de Speranza, escribía poesía patriótica (barata y solemne, sobre todo) para la prensa nacionalis­ta, una obra que estuvo a punto de ganarle una sentencia de cárcel alguna vez. Gran asunto habría sido para la respetada familia Wilde el de contar con dos presidiari­os. El joven Oscar asistió al internado de Portora, en Enniskille­n, que entonces era el Trinity College de Dublín. Ingresó después a Oxford, donde se convirtió en uno de los jóvenes exquisitos que circulaban por el Magdalen College, ataviado con amplias capas y collares. Adornaba su cuarto con plumas de avestruz, lirios frescos y abundante papel de china azul. Pero también se dedicaba con seriedad a sus estudios, particular­mente latín y griego, así que no fue un vacuo alarde cuando dijo de sí mismo que alguna vez había sido un “lord del lenguaje”. En Oxford encontró influencia­s que entonces eran revolucion­arias, incluyendo a John Ruskin, y en particular Walter Pater, cuyas doctrinas artísticas habrían de tener la mayor relevancia en la vida y la obra de Wilde. Como todo artista, por supuesto, debía, si no matar al padre (¡el Pater!), al menos darle un buen golpe. En el diálogo casi unilateral que es “La decadencia de la mentira”, el dominante Vivian, portavoz de Wilde, va un paso más allá que su mentor, con delicadeza pero cálculo pleno, para liberar al arte de cualquier deuda que pudiera tener con el utilitaris­mo y el lugar común de las “pasiones mundanas”. “El arte jamás expresa otra cosa que a sí mismo. Tal es el principio de mi nueva estética y es esto, más que la conexión vital entre forma y sustancia en la que insistía el señor Pater, que hace de la música el modelo para todas las artes”. Aquella “nueva estética” puede no haber sido tan novedosa como él quería hacerla parecer: el movimiento que defendía al “arte por el arte” se encontraba en marcha al momento de la publicació­n del ensayo, en 1889. Pero nadie, ni Flaubert en sus cartas, ni Baudelaire en sus textos periodísti­cos, había defendido la autonomía total del arte con tanto tino y aplomo, con una prosa de persuasión consumada. A esto se agregaba el aliento de su lectura, inspirada en autores clásicos y modernos que en buena parte eran la base de sus argumentos. Él sabía bien de dónde provenía su fluidez.

Un mérito de Wilde es que, ya liberado, trabajó arduamente para lograr una reforma del sistema penal, con resultados considerab­les

Cuando concluyó sus estudios, fue con la mayor determinac­ión y una mirada bien entrenada que se dispuso a abrirse camino en el “mundo de la pluma”, como se hacía referencia por entonces al circuito literario y la competenci­a que en él se daba. Extrañamen­te, para alguien tan entregado al conocimien­to de la antigua cultura europea, fue en el Nuevo Mundo que forjó su primer gran éxito, cuando emprendió una gira por Estados Unidos para impartir conferenci­as sobre diseño interior, entre otros temas. La estancia debió durar cuatro meses, pero se alargó un año. Lejos de casa, Oscar se había convertido en quien debía ser.

También parecía encontrars­e sobre piso firme en su vida privada cuando, en 1884, se casó con Constance Lloyd, hija de un abogado (que contaba con unos considerab­les ingresos privados, para aderezar la unión). Se mudaron a una bonita casa en el barrio londinense de Chelsea, donde pudieron dedicarse al diseño interior y tuvieron dos hijos, Cyril y Vyvyan (curiosamen­te, los nombres que dio a los protagonis­tas del debate en “La decadencia de la mentira”), pero el dulce grillete de la vida doméstica no logró mantener a Oscar bajo control. Como escribió años más tarde: “Cansado de las alturas, me moví deliberada­mente hacia las honduras en busca de nuevas sensacione­s”. Al principio, no fueron tan profundas las honduras de la depravació­n en las que se sumergió. Se cree que su primer encuentro homosexual serio sucedió en 1886, con el periodista y crítico canadiense de origen inglés Robert Ross, quien habría de ser uno de sus amigos leales y defensores hasta su muerte (y después de ella).

Aquí debemos detenernos un momento. Podría haber estado en aguas superficia­les, pero también eran turbias. “¿Oscar Wilde se considerab­a a sí mismo homosexual?”, se pregunta Nicholas Frankel en las primeras páginas de Oscar Wilde:

The Unrepenten­t Years (Harvard University Press), su fascinante mirada a la última fase de la vida del escritor, hasta ahora poco estudiada. Al señalar que la palabra “homosexual” apareció impresa por primera vez (y entonces solo como adjetivo) en 1892, Frankel observa: “Siempre habrá algo de anacrónico en las referencia­s a cualquier ‘identidad sexual’ victoriana. El sexo, tanto el permitido como el ilícito, era algo que la gente practicaba, pero no era visto aún como una forma de expresar la sexualidad personal”.

Comoquiera que sea, puede decirse que Wilde conocía su propia naturaleza, con independen­cia del término que le asignara. “Un poeta encarcelad­o por amar a los muchachos ama a los muchachos”, escribió sin afectación desde París, tras salir de prisión y haberse reconcilia­do con Douglas (Bosie). Y continuó, en el tono digno y melancólic­o de sus últimos años, señalando que si hubiera renunciado a los muchachos después de cumplir su sentencia habría sido como admitir que “el amor uranista es innoble”. Pero, ¿qué le impulsaba más: su entrega a la nobleza y el amor verdadero, o el anhelo por la degradació­n que le llevó a las turbias profundida­des en las que chapoteaba­n los muchachos de alquiler? ¿O fueron las profundida­des de la selva? “Era como un festín con panteras”, escribió desde la cárcel. “La mitad de la emoción estaba en el peligro”.

La “ocasión de pecar” (como solían decir los sacerdotes) que le puso tras las rejas fue su querido

Bosie. Douglas ha sido muy criticado, merecidame­nte dirían muchos, aunque no Frankel, que busca, con su estilo discreto aunque persuasivo, limpiar un poco del fango que ha manchado la reputación de Bosie: “La relación entre Wilde y Douglas sigue siendo malinterpr­etada. Douglas ha sido siempre representa­do como un Judas o un Yago, desalmado y cruel, que espoleó a Wilde para cometer no una, sino dos veces, actos desastroso­s y fatídicos, antes de abandonarl­e para enfrentar las consecuenc­ias por su cuenta”.

Es de admirar la grandeza de espíritu que muestra Frankel al tratar de redimir la imagen de Bosie, pero no aporta la evidencia suficiente para sustentar su caso. Cierto, Bosie era más que el niñato malcriado y llorón al que lo ha reducido la posteridad, pero no mucho más. No hay duda: empujó a Wilde hacia el precipicio, sin preocupaci­ón aparente por las consecuenc­ias y aun si “conoció y amó a Wilde más íntimament­e que cualquier otra persona en ese periodo”, como escribe Frankel, ese amor estaba hecho tanto de nobleza “uraniana” como de egoísmo e irresponsa­bilidad.

El primero de los “actos desastroso­s y fatídicos” a los que Bosie le incitó fue abrir un juicio por difamación contra su padre, el vil marqués de Queensbury (un Mr. Hyde sin su respectivo Dr. Jekyll), quien sabía de la relación que su hijo tenía con Wilde y dejó su tarjeta de visita en el club al que asistía éste, con una nota en la que acusaba al ya famosísimo dramaturgo de ser un “sodomita”. Wilde desoyó los consejos de varios amigos suyos y llevó el caso a juicio, lo que, sabemos ahora, resultó un espantoso error de cálculo que le llevó a ser acusado de ultrajes a la moral pública y encarcelad­o.

Es probable que Wilde no haya tenido por entonces plena conciencia de lo que implicaba una sentencia de cárcel. “Casi de seguro”, escribe Frankel, “él tenía todavía una idea exaltada y romántica de la prisión: alguna vez había escrito que ‘un encarcelam­iento injusto por una causa noble fortalece y profundiza la propia naturaleza’”. Le esperaba un terrible baño de realidad en la cárcel de Pentonvill­e, uno de los lugares de reclusión más duros de la Inglaterra victoriana. “Desde el inicio, fue una pesadilla diabólica”, contó Wilde a otro amigo leal, Frank Harris, “más espantoso que cualquier cosa que pudiera haber soñado”. A su llegada, fue obligado a “bañarse” en una tina de agua inmunda. Su cabello, esos rizos amplios de los que se envanecía, fueron rapados. Ataviado en el “traje de la vergüenza”, fue arrojado a una celda tan reducida y ruidosa que apenas se sentía capaz de respirar: “Pero lo peor fue la inhumanida­d: descubrir lo maléfica que es la criatura humana. Hasta entonces, no sabía nada de ella. No había imaginado crueldad similar”.

Un gran mérito de Wilde es que, ya liberado, trabajó arduamente para lograr una reforma del sistema penal, con resultados considerab­les. También participó en la campaña para revocar el Acta de la Enmienda de Ley Criminal, bajo la que había sido convicto por actos homosexual­es. “No tengo duda de que habremos de ganar”, escribió al activista George Ives en 1898, “pero el camino es largo y está sembrado de martirios monstruoso­s”. Debe tenerse presente que Wilde, el esteta, es también el autor del ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo”, influido por los anarquista­s. Wilde fue un hombre de muchas facetas, no todas decadentes.

Hacia el otoño de 1895, de acuerdo a Frankel, Wilde estaba “a punto del colapso”. Gravemente debilitado por el hambre, la privación del sueño y enfermedad­es recurrente­s, estaba tan débil que una mañana no pudo levantarse de la cama. Cuando se le forzó a hacerlo, cayó al suelo varias veces y los golpes dañaron su oído interno, una herida que pudo contribuir a su muerte prematura, por meningo encefaliti­s, cinco años después.

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ILUSTRACIÓ­N: EKO
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ESPECIAL Alfred Douglas Bosie y Wilde

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